Por Yudi Kravzov
––Me gustaría redescubrir mi colección en las paredes de una galería, revivir cómo adquirí cada pieza, regresar a esa época, a esos tiempos…–– Me decía mi madre, entre suspiros, por celular, mientras yo salía de la tienda del Vergel con un panqué de zanahoria en la mano, con un biscotti de nuez en la boca, y con los ojos bien puestos en el “Se renta”, que colgaba en la puerta del local frente al Bistrot.
Habían pasado dos años desde que mi padre murió, y aún viuda, mi madre lo seguía cuidando. Había que hacer algo para extrañarlo menos.
––¡Imagínate poder sacar los tesoros de mi colección!
Los lienzos que decoraron las paredes de mi infancia comenzaron a aparecer en mi mente. Evoqué la mesa circular a la que, los domingos, Teódulo Rómulo, Mario Martín del Campo, el maestro Amaya o Guillermo Scully, nos caían a desayunar. Vi de nuevo el anuncio de “Se renta” y me vi instalada en San Miguel, nadando en Las Grutas, recorriendo galerías, tomando tequila con turistas de todo el mundo y platicando por las noches con las estrellas. Me vi danzando en aire puro, en parques y terrazas, disfrutando atardeceres luminosos, redescubriendo cada pieza, escuchando las historias de mi madre en los ochenta, en la calle de Hamburgo, en la Zona Rosa del entonces Distrito Federal.
––¡Imagínate! ––Recapitulaba mi madre–– La obra lleva resguardada más de 40 años, sin que nadie la mire; yo digo que le falta luz. ¿No crees?
Inauguramos la Galería Irma Appel antes de Semana Santa. Desde entonces, llegan a mi vida lienzos, esculturas, fotografías, y todos los días descubro el contraste ecléctico que hay entre las joyas de la colección de mi madre y los artistas que emergen en San Miguel.
En el proceso, Manuel Pinomontano se hizo parte del proyecto. Juntos recorremos barrios. Inquieto, como es él, encontró entre pinceladas precisas e historias de claro obscuro cautivantes a Thibault Barrère, un artista francés de Grenoble, que pareciera llegar de otro siglo, con sus tres grandes amores a flor de pincel: el barroco, el rococó y el impresionismo ruso.
Sobre las rocas hirviendo de mayo, en el estacionamiento del Vergel, como en otra etapa, en otro tiempo, otra vida, Thibault y yo nos reconocimos. Hablamos de su mensaje atemporal que no pierde relevancia, de la posibilidad de terminar una obra frente al público, de la valentía de desnudarse sin mostrar la piel y de su necesidad de generar reflexión en todo aquel que mira su obra.
El 7 de mayo, Thibault Barrère se presentó en la Galería Irma Appel. Quienes asistimos, pudimos sentir la conexión de la modelo con el artista; conocimos la pincelada con la que Thibault terminó el retrato, y lo vimos salir flamante de la burbuja de trazos donde se encontraba, para entrar en la expansiva burbuja de la fiesta.
Se hizo tarde. Nadie se quería ir. Quedó pendiente el diálogo del público con Thibault, conocer sus motivos y adentrarnos en su pensamiento.
––¿Haremos clausura en junio? ––Le preguntó mi madre a Thibault antes de marcharnos.
––¡Claro que sí!–– Nos contestó un Thibault atento, y con un abrazo fuerte, invadido de la magia que necesita un creador para erigir su obra. Nos despidió contento, sabiendo que la noche no había sido solo un sueño.
Cuando lo vi alejarse, con ese porte de artista que lo distingue, me descubrí en el portal del mundo de los mortales virtuosos, de los creadores artistas, en el que, desde hace tantos años, danza mi madre.