Príncipe Alberto

Por Yudi Kravzov

La lluvia caía tupida y la tarde comenzaba. Mi madre y yo estábamos en la cocina con el único objetivo de sacar la receta del pastel Príncipe Alberto del ilegible recetario que le pasó la tía Eva.

“Meter los huevos al congelador no tiene sentido; algo estás leyendo mal”, me decía mi madre un poco desesperada.

Mientras trataba de descifrar si decía “800 o 300 gramos”, ya aburrida, mi madre abrió una botella de mezcal. 

Primero me miró sorprendida, pero ya con la copa en la mano comenzamos a acordamos de la fiesta «a go-go» que le organizó a mi papá hace años, en la que, con pelucas, zapatos de plataforma, pestañas postizas, botas largas, medias de colores y minifaldas, nos transformamos en psicodelia total.

“¿Te acuerdas cómo al ritmo de “Bule-Bule” hicimos nuestra la pista? ––Más libres que alocadas, nos metimos a una cápsula sin tiempo. Comenzamos a tomar el mezcal y con la música del DJ fuimos la chica Ye-Yé, Gloria y hasta La Popotitos. 

Soltamos angustia y vanidad; olvidamos las leyes comunes y los desastres íntimos del combate moral contra el pecado y la derrota. Me supe capaz de ordenar mi propio destino; huí de mí misma y me transporté a otro sitio, hasta que un dragón me sacó del trance y vencí la ignorancia y la oscuridad con las palabras de Rilke: «Todos los dragones de nuestra vida son quizás princesas que esperan de nosotros vernos bellos y animosos. Todas las cosas aterradoras no son quizá más que cosas sin socorro que esperan que nosotros las socorramos». Segura de que el dragón está ante todo en nosotros, volé en total plenitud…

Tomamos las dos por vez primera, compartí con mi madre y ese flotar sin juicio fue para mí un regalo que la vida me tenía pendiente. 

En total confabulación, juntas, bajo el efecto del mezcal hicimos bromas y volvimos a la receta de la tía Eva. Con varios libros de repostería y hojas con recetas sueltas, descubrimos que son sólo las claras de huevo las que se meten a enfriar para que monten bien. 

El efecto se fue bajando mientras esperábamos ansiosas que el pastel saliera del horno, pude ver en mi madre el reflejo de la que soy y de la que he sido a través de los años. Juro que en ese instante entendí cómo somos nosotros los que corremos sobre el tiempo, pisoteando los segundos. 

Apagamos el horno, dejamos enfriar el pastel, terminamos de montarlo y con monchis las dos chupamos espátulas, cucharas, globos y cazuelas con los sobrantes del betún de chocolate, como cuando era yo niña. 

El resto de la tarde lo pasamos juntas, aprovechando que afuera llovía y que lo que nos sobraba era tiempo.