Por Adriana Méndez
“¿Qué música quieres escuchar hoy?”
“Mmm… algo tranquilo.”
“¿inglés o español?”
Ayer fui a casa de Maru a tomar mi tercera clase de pintura. Esta vez acompañada por baladas en español y por una conversación que cobijó distintas historias. El lienzo con mi primer ejercicio ya estaba dispuesto sobre el caballete, así como los botecitos con la pintura acrílica en diferentes matices de rojo. Abrí un paquete de pinceles nuevos y los dispuse junto al vaso de plástico con agua.
Mientras me amarraba el mandil manchado por brochazos de colores, me sentía pintora. Recordé esa frase que dice: “para ser, hay que parecer”. Me percibí más segura que las veces anteriores. Maru me sugirió una tonalidad anaranjada para resaltar algunas de las formas abstractas que componen mi cuadro. Me gustó la idea.
Di las primeras pinceladas con el recién estrenado color. Continué con el rojo intenso, el rosado y el vino. Volteé el bastidor cuantas veces fue necesario para dar los trazos en una sola dirección.
“¡Ten cuidado con las orillitas! Usa un pincel más delgado que el que estás usando y apoya con firmeza el pincel para que se abran bien las cerdas”, me dijo Maru.
Afortunadamente, el clima cálido de marzo permitió que la pintura se secara rápidamente. Durante las tres horas de clase, me dio tiempo para que cada color quedara suficientemente saturado en las distintas figuras. Me alejé del caballete en varias ocasiones. Quería ver de lejos las siluetas que se formaron a partir de la intersección de las líneas curveadas que tracé con carbón la primera vez.
La conversación que sostuvimos, mientras los pinceles entre mis dedos se explayaban sobre el lienzo, fue íntima y sentida. Nuestra plática se fue dando naturalmente. La travesía por distintos lugares fue rica en contenido.
Fui testigo de su dolor, causado por la reciente pérdida de su hermano. Me alegré por la cercanía que está construyendo con sus sobrinos: un hermoso legado. Me presumió orgullosa, a su sobrina, a través de fotos del celular al más puro estilo materno. Honró la solidez de la amistad que ha entablado con algunas personas en San Miguel, que ha sido más que generosa en compañía y apapachos. Hubo un momento en el que dejé de lado los pinceles para abrazarla.
La conversación cambió de tema, pero nuestras gargantas continuaron anudadas. Esta vez nos conmovimos de alegría, por el reciente reencuentro de un querido amigo suyo con su pareja que acababa de llegar de Egipto. Un evento absolutamente significativo por el calvario que tuvo que atravesar para salir de aquel país. La distancia y las dificultades para reunirse estaban dejando a sus corazones en los huesos, como diría Sabina.
“¿Sabes de algún lugar en donde un chavo con discapacidad intelectual pueda tomar clases de pintura?”, le pregunté.
Le platiqué de Pato, el hijo de veintitrés años de una querida amiga, y de las dificultades que ha tenido para encontrar una rutina adecuada para él en San Miguel. Resulta que no hay programas gubernamentales para adultos con esa problemática.
También hablamos, otra vez, de lo feliz que nos hace vivir en San Miguel. Esta tierra nos ha permitido desplegar nuevas versiones de nosotras mismas que nos gustan y nos asombran. Nos ha dado espacio para florecer y nos recuerda que, sin importar la edad cronológica que se tenga, siempre hay oportunidades para experimentar algo por primera vez, como en mi caso, aprender a pintar.
La voz de María Medina, que hacía muchos años no oía, me transportó a mi juventud. No deja de sorprenderme la memoria auditiva, que inmediatamente registra y replica en el cuerpo las sensaciones vividas en el pasado, sin importar lo lejano que sea. Recordé a mis amigas de prepa y sonreí. Me alegré de ser mujer. Agradecí ese permiso implícito que tenemos para expresar nuestras emociones, para ponernos vulnerables, llorar y abrazarnos: la cultura nos ha puesto el camino fácil para establecer vínculos significativos con nuestras congéneres.
Me sentí orgullosa de pertenecer al género femenino, de ser parte de una generación que no duda en alzar la voz para visibilizar la violencia de género y la brecha de oportunidades desiguales entre hombres y mujeres, para reconoce que, aunque hemos llegado lejos, el techo de cristal insiste en subsistir. Me alegré al recordar la cantidad de niñas, niños y mujeres jóvenes que participaron en la reciente marcha del ocho de marzo.
La subjetividad del tiempo es extraordinaria. Las horas y minutos pueden parecer cortos o largos dependiendo de lo que estemos haciendo, o de la atención que les brindemos. En esta ocasión las horas transcurridas cobraron una dimensión distinta: las entrañas de los minutos de ayer se ensancharon, contuvieron las emociones generadas por una conversación tête à tête entre dos mujeres, con un caballete y un lienzo como telón de fondo. Pareciera poca cosa, pero sin lugar a dudas, no lo es.
Las horas de mi clase de pintura transcurrieron también en un abrir y cerrar de ojos. Mi tiempo para aprender una nueva técnica de pintura terminó más rápido de lo que mi percepción registró.
Me subí a mi coche satisfecha por el avance de mi cuadro y por lo que ocurrió en esas horas. Durante el trayecto a Alborada, por el libramiento que lleva hacia la carretera a Dolores, casi pude escuchar y sentir el saludo efusivo de Pato, que sucedería unos minutos después, en cuanto llegara. Me conmueve la emoción que expresa al verme. Me duele pensar en las dificultades que genera su discapacidad intelectual. No dejo de preguntarme:
¿Qué regalo tendrá preparado San Miguel para Pato?