Seguridad Alimentaria y Cambio Climático

Por Alejandro Angulo 

Si creíamos que sólo teníamos como problema el cambio climático y el declive de la biodiversidad, estábamos en un error, pues la desertificación representa una gran amenaza para la sobrevivencia.

Hay que señalar la relación existente entre los cambios de uso del suelo y la desertificación y, por otra parte, destacar que la degradación de las aguas subterráneas es un claro caso de desertificación. En 2013 se publicó el estudio de la Línea Base Nacional de Degradación y Desertificación (Conafor, Semarnat y UACh, 2013) donde se asegura lo siguiente en relación con el recurso hídrico: “En el caso de los recursos hídricos, la superficie afectada a nivel nacional asciende a 64.8 por ciento del territorio (126.9 millones de ha). De esta superficie, 72.6 millones (37 por ciento del territorio nacional) están afectadas por degradación con nivel ligero, mientras que entre los niveles moderado, severo y extremo alcanzan 54.4 millones de hectáreas (27.8 por ciento del territorio nacional)”.

El 40 por ciento de las áreas irrigadas en el mundo actualmente depende de aguas subterráneas y, como resultado, las aguas subterráneas están disminuyendo y millones de pozos para riego se han agotado o están al borde de hacerlo. Recientemente apareció la noticia de que Peña de Bernal se había quedado sin agua, pues el pozo de donde se extraía el agua se había secado. Según Earth Policy Institute, México es uno de los países con sobreexplotación de acuíferos.

Hay que dejar asentado que la desertificación es un problema ambiental de primer orden que requiere soluciones urgentes, no obstante, hasta la fecha la desertificación se ha cuantificado y cartografiado como un agregado de otras variables utilizando múltiples criterios. Así tenemos que la desertificación, definida por la ONU como “la degradación de las tierras de zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas resultantes de diversos factores, tales como las variaciones climáticas y las actividades humanas”, lo cual se considera que es un concepto tan amplio y ambiguo que se puede representar de muchas maneras, y ninguna de ellas es plenamente convincente. En esta medida, es por eso que el Atlas Mundial de Desertificación propone, alternativamente, un método que denomina “Convergencia de la Evidencia”, y se trata, en síntesis, de ver dónde confluyen valores llamativos de determinadas variables biofísicas (aridez, estrés hídrico, pérdida de cubierta vegetal, etc.) y socioeconómicas (densidad demográfica, nivel de ingresos, densidad ganadera, etc.) que puedan indicar que allí se están gestando o desarrollando procesos de degradación de la tierra y puedan despojar al territorio de su productividad natural.

Hay que dejar en claro que este asunto de la desertificación es fundamentalmente un problema derivado de nuestra (mala) gestión del territorio y los recursos naturales.

Por ello, se puntualiza que “El suelo ha sido, en general, un recurso natural poco atendido tanto por los gobiernos como por la sociedad en general, al grado de que la orientación de los programas de apoyo se dirige hacia fines productivos como los agrícolas, pecuarios y forestales. De esta manera dichos programas no han considerado, o sólo lo han hecho superficialmente, su conservación y la mejora de sus propiedades. Incluso, cuando se realizan acciones con fines de restauración ambiental, en su mayoría están enfocadas a la protección o ampliación de la vegetación más que a la protección del suelo como su objetivo principal (Gardi, C., M. Angelini, S. Barceló, Atlas de suelos de América Latina y el Caribe. Comisión Europea. 2014. ).”

De ahí, que desde el 2015, la ambientalista América Vizcaíno se pronunciara en el sentido de que “Es urgente que Querétaro tenga un programa de conservación de suelos. Por un lado, si pierdes suelos pierdes capacidad para producir alimentos o plantas que a su vez alimentan al ganado o a personas”. Y más recientemente, en el presente año, en el senado de la república se instó a que sea “Prioritario revertir la desertificación de la tierra”.

Pues “De la pérdida de ecosistemas, zonas áridas y semiáridas depende la subsistencia de unos dos mil millones de personas en el mundo, principalmente en países en desarrollo; actualmente, esta pérdida afecta a 51 millones de hectáreas de suelo en México, lo que trastoca a 65 millones de personas en el país, con un costo de cerca de 139 millones de pesos, según lo declaró Blanca C. Ramírez Hernández, Jefa del Departamento de Ecología del Centro Universitario de Ciencias Biológicas y Agropecuarias (CUCBA) de la UdeG.

Además, un suelo sin cobertura emite mayor número de dióxido de carbono que generan el calentamiento global y el cambio climático; y por el contrario, un suelo con cubierta vegetal tiene mayor fijación del dióxido de carbono y atracción del agua, por lo tanto, menos aplicación de insumos y mayor productividad.

Continuará…