El Centímetro de Suerte de John Kennedy Toole

Por Leonardo Díaz

Una de mis ficciones favoritas es “La Conjura de los Necios” de John Kennedy Toole, obra que ha aportado una cierta cantidad de popularidad a la Nueva Orleans actual donde, incluso, se ha erigido una estatua en honor al personaje principal, Ignatius J. Reilly. 

Algo que llamó mucho mi atención sobre la novela es la historia detrás de su publicación, en 1980.

La madre de John Kennedy Toole intentó por medios muy torpes y tenaces que los manuscritos póstumos de su hijo tuvieran algún alcance editorial; intentó con cierta ingenuidad que el escritor Walker Percy le diera oportunidad de leer la obra… y lo hizo.

Percy relata en el prólogo que recibió una copia de los textos de Toole, apenas legibles, en papel carbón; lo opuesto a la formalidad y el protocolo esperados. Aun así, con todo en contra, los leyó y hoy en día podemos disfrutar La Conjura de los Necios a más de cuarenta años de su publicación. 

Esta anécdota me hace reflexionar sobre la cantidad de obras, propuestas, trabajos y demás genialidades que no han tenido escenario ni público por el solo hecho de que sus autores no cubren la cuota de la “forma”. Alain Deneault escribe en su libro Mediocracia:

«Los centros de investigación suelen confinarse a un tono y un mundo muy cerrados. En ese entorno de superficialidad, son mil y un detalles los que determinan si una teoría se aceptará o rechazará, incluidos la indumentaria, la postura, la mirada, el tono de voz, lo rápido que se hable, la manera de regular la intensidad, si la forma en que se desarrollan las ideas resulta típica, las referencias escogidas para citar y tal vez también el acento de la persona, su origen, su género y su edad. Esto es especialmente cierto en el caso de la concesión de ayudas (…) Una serie de estrechas fronteras formales limitan la propuesta hasta un punto de llegar a resultar neurótico y garantizan que algunas ideas no se lleguen a proferir jamás.”

En lo relacionado a la pintura, se le llamó Art Brut (concepto concebido por el pintor-escultor Jean Dubuffet en 1945), a las propuestas de la periferia, aquellas producidas por individuos que no tenían formación académica ni escuela alguna: autodidactas cuyo arte no poseía interferencia o referencia con lo institucional, ni aprobación por los “expertos en la materia”; pintura libre y pura. Ocurre que hoy en día casi cualquiera que tenga capital y/o habilidades carismáticas —e interprete eso que en el lugar común del imaginario popular se considera como “artista”—, que genere una cantidad de pinturas aburridas sin técnica ni impacto intelectual, aparentemente Brut, predecibles, shockeantemente pornográficas, confusas entre el morbo, el mal gusto y la denuncia pueril, se presenten ante una galería laxa de moda, que impresionen con ropas y palabrería sofisticada, pueden ser promovidos como “artistas revelación”. De esos van y vienen: los cientos de miles de hijos no legítimos de Basquiat, exitosos o no, se multiplican; los post Duchamp y los post-post Duchamp abundan; el popular “antihéroe” Banksy usurpando la ilegalidad transgresora del graffiti  —que por semántica es periférico— para gentrificar vecindarios.

Los espacios oficiales académicos, institucionales y privados donde se les da escenario a tales personajes responden a una lógica de mercado, de consumo en una élite acomodaticia a las “tendencias” que no analiza el valor estético de los objetos que adquiere. Los lobistas: las galerías y los museos que legitiman “la obra” y a los artistas.

Por otro lado, si usted es una persona “socialmente torpe”, tímida, introvertida, económicamente austera etc., dígame si le ha sido fácil lidiar con un mundo al que le gusta tanto el ruido, aprueba la estridencia, felicita lo histriónico, admira al narciso. Ojalá usted sea de aquellos pocos que lograron calladamente, inteligentemente, sortear los furiosos mares de la actualidad chillante y haber puesto en alto la calidad de su obra sobre el tóxico hábito del individualismo.

Véalo por usted en la industria de la música, se le ha puesto en un lugar inmerecido a la figura de Bad Bunny sobre miles de otros invisibles, desconocidos que, seguramente, superan en talento al reggaetonero (sí, cada quién sus gustos…). Pero es eso, una industria que responde al capital, una como la hay en todas las artes.

Ya sea por privilegio de clase, oportunismo, carisma y otros atributos externos, quienes han logrado relevancia, atención y público han sido casi todas las veces personajes no periféricos, no “outsiders”. Si a la obra de Toole no se le hubiera dado oportunidad, jamás nos habríamos enterado que hubo alguien que imaginó a un personaje tan grande como Ignatius.

¿También quiere usted hablar de Daniel Johnston?