El Unicornio Prieto
Es un ser que, por creerlo mitológico, pasa desapercibido. Desde su anonimato observa a todos los que vivimos en San Miguel de Allende y el resto de México, y me cuenta sus historias para escribirlas aquí.
Por Fernando Helguera
El Unicornio Prieto paseaba por un jardín privado donde había una alberca, y se detuvo a tomar el sol, ya que no había persona alguna a su alrededor. Él es contemplativo y no gusta de llamar la atención, como cualquier ser de gran sabiduría.
En cierto momento comenzó a llegar gente con botanas, cervezas, sombrillas, flotadores y todo tipo de implementos para la diversión. Si en algún lugar les gusta festejar a los sanmiguelenses es en las “pool parties”. No tardó mucho tiempo en haber chicas en bikini presumiendo cuerpos esculturales, y chicos que sirvieron a las primeras para algo más que el famosísimo taco de ojo, pues también eran de belleza singular.
En particular había una pareja chilanga que reía mucho y parecía ser el centro de atención; él bebía un trago tras otro, si bien poco a poco, de forma sostenida, mientras a ella parecía no importarle. Él comentó que era una lástima que no llevaran traje de baño, pues no sabían que era albercada.
Todos comieron y bebieron a discreción, pero el chilango en realidad bebía de forma bastante indiscreta. Ahora sí ella se sentía incómoda. Eran alrededor de las cinco cuando le pidió que se fueran.
Los amigos estaban muy divertidos y las mujeres eran tentadoras, así que él no pensaba irse. Ella le pidió la cartera y él no entendía pues ahí todo era gratis, no obstante, ella insistió hasta conseguirla.
Luego de un rato el sol declinaba y el frío se empezó a sentir. Ella se puso un pareo encima y le insistió que se fueran, pero él la ignoró deliberadamente, por lo que ella comenzó a cabrearse.
“Amor, préstame las llaves del coche” dijo ella un poco impaciente.
“¿Para qué las quieres?” resbaló él la respuesta.
“Necesito ir por mi chamarra porque ya hace frío”.
Él le dio las llaves mientras empezaron a cantar las mañanitas que en tiempos inmemoriales cantaba el rey David. La festejada, siendo extranjera, no vio el chiste a acabar con el pastel dentro de la nariz al grito de “moordidaaaaa”. Ahora no había pastel para nadie, pues el chilango le había restregado el plato en toda la cara.
A carcajadas, él se fue hacia al otro lado de la fiesta donde se le puso intenso a uno de los invitados, quien le dio la vuelta. La chica tenía fuego en la mirada, pero se acercó muy suave y amable al chilango y le dijo:
“Vámonos a casa. Te aprovechas de que no te quiero dejar acá sólo a medio campo”, dijo ella.
“Noooo, nos quedamos otro rato, ya dije” respondió con total firmeza.
“Préstame tu celular” replicó ella.
“Ándale, toma, si con eso me dejas tranquilo” exclamó al entregárselo.
La celebrada y su esposo eran muy buenos anfitriones, incapaces de hacer sentir mal a sus invitados, incluso al chilango que en ese momento estaba subido en el asador como si fuera un toro mecánico.
“A ver, bájate de ahí y préstame tus lentes” dijo la chica.
“¿Para qué los quieres?” dijo él intrigado.
“Porque vas a acabar rompiéndolos y sin ellos no ves más allá de tu nariz… bueno, con ellos tampoco, pero eso es otra cosa. Y vámonos ya a casa”, comentó ella.
“Toma, pero todavía no nos vamos, porque falta lo mejor de la fiesta” contestó él trastabillando y dando una mordida a la torta que tomó de la mesa al bajarse.
Ella le dio las llaves, el celular, lentes y billetera al dueño de la casa para que se los cuidara. Como hacía artes marciales, le aplicó una patada voladora al chilango en mitad del pecho, que lo mandó a la alberca. Todos estaban perplejos y acto seguido comenzaron a carcajearse.
Salió de la alberca, congelado, y fúrico fue a perseguirla, menos ebrio pero no lo suficiente para alcanzar a una mujer atlética que no había bebido y que estaba decidida a llevárselo a casa. Él resoplaba de cansancio cuando ella volteó y le dijo:
“Ahora me pides perdón o te dejo aquí con la ropa empapada, congelándote, y me voy sola”.
Él, sorprendido por la amenaza, miró al suelo y, entre las risas de sus amigos, con voz bajita y sumisa le contestó:
“Está bien, mi amor, perdóname”.
“Más alto que no se oyeeeeee”, dijo ella.
“Perdóname, no lo vuelvo a hacer, llévame a la casa” dijo en volumen alto.
Así, el Unicornio Prieto aprendió cómo tratar borrachos impertinentes, y cómo nunca tratar a una chica karateka, por muy calmada que se vea.