Historia del Reloj de San Miguel de Allende

Por Adriana Méndez

Parte 1 

Tan-táann… Táaaaannnn. Táaaaannnn. Táaaaannnn. Táaaaannnn. Táaaaannnn. Táaaaannnn.

Las campanas del reloj de la Parroquia empezaron a sonar. El cielo presumía distintos tonos de anaranjado realzando su belleza entre nubes aborregadas. El espectáculo de la luz sobre las cúpulas de la Parroquia cambiaba la perspectiva a medida que el sol se escondía.

Los minutos transcurrían a gran velocidad. Deseaba que el tiempo se detuviera para poder admirar un poco más el regalo cotidiano que recibimos cada tarde si nos damos tiempo para observar. 

Mientras escuchaba la melodía de las campanadas recordé a Michael, un amigo gringo. “¿Por qué nunca cesan de sonar las campanas en el centro de San Miguel?”, “¿Qué significan las campanadas?”, me decía. 

Me hubiera encantado tener a mi abuela María al lado para que me diera la respuesta y poder explicarle. Sabía que algunas tenían que ver con la hora del día y otras con los llamados a misa, pero no sabía a ciencia cierta. Sentí un poco de vergüenza por mi ignorancia. La duda quedó rondando algunas semanas. 

Esa tarde, mientras Tito y yo disfrutábamos del espectáculo del sol, conversando en una mesa de la terraza de La Única, tomé la decisión de investigar. Por suerte Tito conocía a Daniel, el custodio del reloj de la Parroquia de San Miguel Arcángel. Le llamé y concerté una cita con él.

Al día siguiente nos encontramos puntualmente en el atrio. Lo vi desde lejos y supe que era él: un hombre fuerte y moreno de alrededor de cuarenta años. Se diferenciaba del resto de las personas que había en el atrio por su actitud corporal que transmitía seguridad, ocupaba mucho espacio. Hicimos contacto visual y me dirigí hacia él. Me regaló una hermosa sonrisa. Conversamos dos o tres minutos y nos dirigimos hacia la torre.

Daniel sacó de su bolsillo un manojo de llaves. Evoqué a Don Pedro mientras insertaba una en la chapa de la puerta. Me invitó a entrar a la construcción cuadrada con muros de piedra con al menos un metro de espesor y no sé cuántos metros de altura. Muchos. 

“¿Cuántas vueltas le diste a la cerradura?”, le pregunté. “Seis”, me dijo. 

El ritual de las llaves me contagió de curiosidad y respeto. Me emocionó la seguridad con la que Daniel se movía y hablaba en un espacio de alrededor de dieciséis metros cuadrados. Mencionó, con orgullo, que él es la única persona que tiene llaves. Es el custodio del reloj, un legado de su padre que implica una gran responsabilidad. Nos sentamos a charlar sobre una banca que perteneció a su abuela.

Los últimos años del siglo XIX vieron nacer a las nuevas fachadas de la Parroquia y la torre. El maestro de obras Zeferino Gutiérrez construyó la torre con las especificaciones que enviaron desde Francia los fabricantes del reloj. 

Cuenta la historia oral que el primer guardián del hermoso reloj monumental, de origen francés, fue un relojero alemán de apellido Beckham. Antes de morir pasó la estafeta a su hija, la señorita Beckham, que tuvo una joyería durante varias décadas en la calle Hernández Macías. 

El padre de Daniel, Raúl Vázquez, dominaba el oficio del tiempo. Pertenecía al grupo de personas de confianza de la señorita y dedicó muchas horas a la limpieza y mantenimiento del reloj de manera voluntaria. Conforme avanzó la edad de la señorita Beckham, fue confiado a don Raúl, casi en exclusiva, la tarea de cuidarlo. Cuando su edad le impidió continuar con el legado de su padre, pasó la estafeta a don Raúl. Era la persona perfecta para hacerlo. El cambio de guardián se hizo oficialmente ante la presidencia de la ciudad los primeros años de este siglo. 

Mientras escuchaba con atención a Daniel, mis ojos se desviaban hacia un muro que exhibe una imagen de Cristo y hacia varios relojes antiguos. Las piedras de las paredes encaladas no niegan el paso del tiempo. Guardan secretos ancestrales. Hay marcas negras de humo. El desgaste y las piedras se asoman en casi todas las esquinas. Uno de los muros guarda la evidencia de que alguna vez hubo una puerta que conectaba a la torre con la iglesia contigua: la Santa Escuela de Cristo.

Cuando observaba los muros las campanadas empezaron a sonar. Guardamos silencio para escucharlas con atención. Percibí las vibraciones y se me puso la piel de gallina. Sentí el paso y el peso del tiempo. 

Custodiar al reloj requiere mucha dedicación. Daniel aprendió a darle cuerda cuando era muy joven. Desde los diez años acompañaba a su papá y le tomó un cariño muy especial. Le da cuerda una vez a la semana y verifica que esté a tiempo casi a diario. Con mucho orgullo me cuenta que hay que desarmarlo, lubricarlo y limpiarlo cada tres años. Utilizan un petróleo especial y la duración del procedimiento es de aproximadamente un mes.   

Continuará…