Aprehensión de los caudillos insurgentes

Por Luis Felipe Rodríguez

El 17 de marzo de 1811 salieron de Saltillo, Allende y los demás caudillos escoltados por poco más de mil hombres, dejando a Rayón dos mil quinientos efectivos que serían núcleo y base del ejército destinado a moverse hacia el interior. Marchaban los jefes principales en catorce coches y detrás de estos, aunque a larga distancia, veinticuatro cañones de diversos calibres, los bagajes entre los que iban quinientos mil pesos en dinero y barras de plata, y la escolta que venía enseguida, cubriendo la retaguardia. En este orden, pasaron por Santa María, Anhelo y Espinazo del Diablo. La marcha era lenta y penosa por lo embarazoso de los bagajes, la falta de provisiones en aquellas despobladas llanuras y, sobre todo, por la escasez de agua, pues las siete norias del tránsito estaban azuzadas por disposición de Elizondo.

Este, por su parte, a la cabeza de trescientos cincuenta hombres, salió de Monclova en la tarde del 19 y se situó en Acatita de Baján. A las nueve de la mañana del 21 se avistó la vanguardia de la caravana, compuesto de sesenta y seis hombres que las tropas de Elizondo dejaron pasar y que fueron arrestados luego que se hallaron en el centro de la columna realista, sorpresa que se llevó a cabo con facilidad tanto por la absoluta confianza con que caminaban los independientes por entre tropas que consideraban amigas, como porque aquel punto de camino hacia una curva para costear una pequeña loma, tras la cual se ocultaba el grueso de las fuerzas de Elizondo, que podía detener y desarmar a los que sucesivamente llegaban sin ser vistos de los que venían atrás. Uno tras otro fueron detenidos los catorce coches y apresados los que en ellos se hallaban, después de una ligera resistencia. El último conducía a Jiménez, Arias, Allende e Indalecio su hijo; al intimárseles que se rindiesen, Allende disparó su pistola sobre Elizondo apellidándose traidor; este quedó ileso y dio orden a su tropa de que hiciese fuego, resultando muerto el hijo de Allende y herido Arias, de tal gravedad que falleció algunas horas después. El generalísimo y Jiménez fueron entonces aprehendidos y atados como sus demás compañeros. Hidalgo, que marchaba a caballo detrás de los coches y rodeado de una pequeña escolta, fue sorprendido a su vez y obligado a rendirse. Iriarte fue el único que pudo escaparse a Saltillo para reunirse con Rayón.

Presos los jefes y considerable parte de la escolta, Elizondo avanzó a encontrar la tropa que conducía la artillería: lo inesperado del ataque no dio tiempo a aquélla a usar de sus cañones; los indios lipanes se arrojaron veloces sobre los artilleros matando a lanzadas a cuarenta de entre ellos; los demás independientes o se dispersaron o fueron aprehendidos y Elizondo se vio dueño de toda la artillería, de los bagajes, del tesoro y de ochocientos soldados prisioneros.

Pero el gran trofeo de su vil traición consistía en el numeroso grupo de jefes y oficiales; entre los primeros se hallaban los principales caudillos de dolores: Hidalgo, Allende, Aldama, Hidalgo (don Mariano), Balleza y Don José Santos Villa; el valiente y magnánimo Don José Mariano Jiménez; Abasolo y Camargo, a quienes hemos visto intimar rendición al intendente Riaño en Granaditas; Zapata y Lanzagorta, mariscales de campo; fray Gregorio de la Concepción, que acaudilló el levantamiento de San Luis Potosí; Santamaría, gobernador de Nuevo León; Valencia, director de ingenieros que se unió a los independientes a su paso por Zacatecas; Don José María Chico, ministro de justicia de Hidalgo durante su permanencia en Guadalajara; Portugal, el valiente vencedor de La Barca, y Don Manuel Ignacio Solís, intendente del ejército. Entre los demás prisioneros brigadieres, coroneles y otros de menor graduación, así como empleados civiles y algunos frailes y clérigos, aparte de Hidalgo, Balleza y fray Gregorio de la Concepción. 

Dura fue la suerte de los prisioneros y cruel el rigor con que fueron tratados desde el momento en que cayeron en poder de los realistas. Cargóseles de canas y ataduras, hízoseles blanco de horribles insultos, se obligó a muchos de entre ellos a caminar a pie, y así hicieron su entrada en Monclova al estruendo de una salva de artillería con que se celebra su derrota y en medio de las vociferaciones y amenazas de una muchedumbre desenfrenada entre la que los realistas propalaron el rumor de que los independientes tenían proyectado entregar el reino a Napoleón. Permanecieron en Monclova encerrados en estrecha y asquerosa cárcel hasta el 26 de marzo en que salieron para Chihuahua, bajo la custodia del teniente coronel Don Manuel Salcedo, separándose en el punto del Álamo los eclesiásticos, que fueron conducidos por Parras a Durango, con excepción de Hidalgo, que en unión de los principales caudillos continuó su marcha hacia Chihuahua, residencia del comandante general de Provincias Internas. De los presos que quedaron en Monclova, los oficiales fueron pasados por las armas y, los demás, en su mayor parte soldados, distribuidos entre las haciendas de las inmediaciones o condenados a presidio.

Fuente: México a través de los siglos, Vol. V, págs.: 211-213