Fray Juan de San Miguel en Uruapan

Por Luis Felipe Rodríguez

Llega fray Juan a la Nueva España en 1529 cuando en ella no había sino trabajo y penas. Faltaban pan y abrigo; apenas íbanse haciendo los conventos con paredes macizas; todo era provisional y miserable. Los frailes pedían su alimento por caridad en los mercados y predicando se desmayaban de hambre: “No tenían fuerza para hacer piernas”, cuenta fray Diego de Almagro. “De pura flaqueza se cae” —decía Zumárraga, de fray Antonio de Ciudad Rodrigo. Y siendo el trabajo tan duro, velaban y pedían más.

A fray Juan le tocaba ir a Michoacán, edén en el que los hombres habían perdido tesoros y alegría, en el que los viejos dioses lloraban la destrucción de su imperio sobre las almas, de sus palacios que atalayaban aguas azules, bosques floridos, tierras vírgenes cuyas veredas rojizas llevaban al mar. 

Los hombres ya no danzaban frente a los espejos de agua, ni sacaban oro de las montañas, ni pintaban con sangre de animales y jugo de plantas la cerámica maravillosa. El pueblo purépecha estaba de duelo, cuando en 1531 hizo su aparición en el valle de Guayangareo el mínimo fray Juan.

No iba solo. Lo acompañaba en la aventura fray Antonio de Lisboa, otro íntimo de la pobreza. Ambos se miraron en el mundo nuevo: lenguas, costumbres, paisajes, todo es distinto. No son, sin embargo, los primeros apóstoles de Cristo que visitan aquel valle poblado de encinas y cedros. Antes que ellos habían estado allí fray Martín de Jesús y sus compañeros. Pero su palabra había sido pasajera. La semilla del Evangelio no había florecido. Fray Juan y fray Antonio tenían que abrir un nuevo surco en las almas.

A señas empezó fray Juan su amistad con los indios. Poco a poco fue aprendiendo la lengua, y cuando pudo hacerse entender, fundó un colegio que llamó de San Miguel, en honor del arcángel, su poderoso patrón. ¡Con qué trabajos convencería de su bondad a los indios, aterrorizados entonces por las atrocidades de Nuño de Guzmán, el más brutal de los conquistadores!

Mientras enseñaba a leer y escribir en castellano a los niños y a los viejos de Guayangareo, fray Antonio hacía con ramas, lodo y piedras la casa de San Francisco, en la que el mejor y más rico adorno lo constituían las flores silvestres. Así nació la población que andando el tiempo fue Valladolid y hoy es Morelia; así también el Colegio de San Miguel que luego fue incorporado al de San Nicolás y que hoy es la Universidad de Michoacán.

Un buen día tomó su cayado, un puño de maíz y su ornamento y se marchó a la fragorosa sierra de Uruapan, en la que se habían refugiado, llenos de miedo y horror, los habitantes de los pueblos, que antes del martirio del rey Tzintzicha eran edenes de paz.

Fray Juan se fue a la sierra, descalzo, sin guía y pidiendo limosna en los caminos. Los indios le daban tortillas, agua y abrigo en sus chozas y a cambio de todas estas cosas para el cuerpo, él les daba sabores de eternidad para su alma.

Tras penoso andar llegó a la fragosidad del monte, y allí, en el majestuoso púlpito serrano, predicó la paz en la melodiosa lengua de los indios, el retorno a los pueblos, la paz de Cristo. Su hábito pardo, tan raído y sucio, su cuerpo tan flaco, eran como un himno a la santa pobreza.

Poco a poco, como San Francisco domesticó al lobo, fray Juan desterró de los indios el odio a sus conquistadores, y los fue bajando de las cuevas al valle, y con suaves palabras los llevó a los solares. Consagró cada pueblo a un santo, hízole capilla y le instituyó fiesta. Antes que el ilustre don Vasco de Quiroga, dedicó él a los indios a trabajos manuales, les enseñó a hacer órganos para coro, a fabricar rosarios, molinillos y malacates, medias y guantes de algodón, a labrar piedras para molinos y a tocar instrumentos musicales. 

Todo el año de 1532 lo empleó fray Juan en la repoblación de la sierra de Uruapan. Por diciembre debió recibir la orden de fray Martín de Valencia para presentarse con fray Martín de Coruña en México, para de allí ir al puerto de Tehuantepec, donde, con otros seis franciscanos, debería embarcarse en los navíos de Hernán Cortés que iban a descubrir tierras de noroeste, un paso para Atlántico y las islas de las Especies. Los dos navíos preparados por Cortés, ya terminados en Acapulco, el San Miguel y el San Marcos encallaron en las tareas de reconocimiento. 

A pesar de los deseos de Cortés, los navíos San Lázaro y La Concepción no se habían terminado en los primeros días de 1533. Sería hasta finales de octubre cuando pudieron embarcar, pero al tercer día un motín a bordo hizo que fray Juan y fray Martín de la Coruña pidieran desembarcar con los heridos para atenderlos. Se les concedió bajar en Cabo Motín (entre Colima y Zacatula) y de ahí viajaron a México e informaron a Cortés.

Esta historia continuará…