Por Luis Felipe Rodríguez Palacios
En la parte uno de esta historia, vimos el inicio de los conflictos entre la Iglesia y el Estado, lo que conocemos como Guerra Cristera.
Las dos potencias trataron de obtener la máxima ventaja, y mientras la una denunciaba atrocidades federales y la otra condenaba la Guerra Santa dirigida por los obispos y los ligueros, la lucha se convertirá por mucho tiempo en la vida y la muerte de los cristeros.
Meyer dice: “Antes que nada, digamos que los cristeros no fueron gentes de iglesia, ni católicos políticos, ni lacayos de los obispos ni instrumentos de la Liga”.
Hay otra obra de Jean Meyer sobre este tema que es una colección de documentos que, afirma, no han sido corregidos, no estaban ordenados para su impresión, el mérito de los textos se debe a su ingenuidad. Fueron escritos a mano, con la intención expresa de dejar un testimonio para las generaciones venideras. Casi todos se escribieron muchos años después de la Cristiada.
Una carta de 1968 dice:
“El 21 de junio de 1929 se hicieron los mentados arreglos del conflicto religioso y los señores que intervinieron en dichos arreglos no debían de haber admitido que entregáramos las armas porque esas armas nos costaron muchas vidas, mucha sangre. Nosotros expusimos nuestras vidas para quitar esas armas y no es posible ni justo que después de tantos sufrimientos y trabajos como los que pasamos vayamos a entregar las armas, pero por obtener órdenes sacerdotales fuimos a entregar las armas y les dijimos a nuestros enemigos: «Aquí están las armas que les quitamos en los campos de batalla ya que ustedes no nos las pudieron quitar, nosotros se las venimos a traer, a nosotros no nos sirven ya, pero en lo futuro otros se las volverán a quitar y entonces ya no se las volverán a dar»
Y nuestros enemigos sedientos de venganza luego empezaron la guerra contra los indefensos jefes cristeros; y nosotros ya libres del compromiso que teníamos contra el gobierno defendiendo nuestra religión, me fui a Durango a buscar a mi familia, que ya hacía mucho tiempo que no la veía, no batallé mucho en hallarla y ya estando con ella se me ocurrió la idea de hacerles parte de ello como en clase de historia, con un escrito que vienen siendo estos renglones. Santiago Bayacora. Coah. 1968”.
Y es que retiradas las armas el problema siguió todavía varios años, la tensión dejó muchos muertos todavía, el conflicto se agudizó entre 1934 y 1938.
Aquí en San Miguel hay mucho que contar sobre los robos y profanaciones en Atotonilco y en el convento Franciscano, pero por hoy termino con: el “mártir” de la cristiada en San Miguel, la historia del niño: Sidronio Muñoz.
Fue un joven que la leyenda urbana hizo mártir popular del tiempo de la cristiada.
Martirizado por los federales, quienes lo torturaron para que les dijera en dónde estaba el parque de los cristeros, se dice que les cortaron las plantas de los pies y lo traían caminando de Corral de Piedras, donde está el Santo Niño de Atocha. Más adelante, las personas levantaron ahí un calvario dedicado al niño Sidronio. Lo llevaban caminando, cargando una cruz, golpeándolo y finalmente murió en agua espinosa. Lo dejaron tirado en una cueva cerca de Agua Espinosa. Tiempo tormentoso que no permitía los traslados más que para lo urgente. Tres meses después subieron algunos y lo encontraron en la cueva, pero como si lo acabaran de matar. Lo pusieron en una caja como batea de aquellas que se clavaban y lo llevaron a la Parroquia depositándolo en la cripta. En su lápida se leía:
“A la memoria del joven Sidronio Muñoz R.
julio 11 de 1899 _ agosto 13 de 1929.
“Los sagrados despojos de los que ofrendan a Dios su
juventud, su vida, su todo, deben ser un canto de
inimitable suavidad que brota, no ya del alma, sino
del amor, que es fuego, vida…”
¡Oh, tú que loas a Dios hasta en tu propio polvo!,
haznos amarte hasta el martirio!
R.I..P.
Un recuerdo de su madre, hermanas y amigos.
Con el paso del tiempo las personas del pueblo empezaron a llevarle flores y veladoras en cantidad tal que se molestó el señor cura Enrique Larrea al ver la devoción que el difunto causaba entre las personas, que lo tenían por un mártir, un santo.
Su lápida fue retirada y su cadáver incorrupto depositado en otro sitio del mismo templo para evitar que su devoción continuara.