Por Luis Felipe Rodríguez
Pero antes, en este día, permítanme dedicar unos minutos para recordar algo muy triste ya que “San Miguel aún no se reponía de los extraordinarios sucesos acaecidos en el mes de septiembre de 1810, sus mejores hijos criollos habían partido a la guerra. Los españoles habían sido llevados prisioneros, buen número de vecinos siguieron a los caudillos. La pobreza y la zozobra cundían el 23 de octubre de 1810.
Las autoridades civiles, con el presidente Aldama a la cabeza, habían huido para alcanzar a los insurgentes, el mismísimo señor coronel don Narciso María Loreto de la Canal escapó huyendo de la venganza de los realistas. Sabían de la suerte corrida por los campesinos de Puerto Nieto quemados vivos dentro de sus jacales, pues así pensaba vengar la muerte de su concuño el intendente de Guanajuato don Juan Antonio de Riaño, el jefe de la columna realista don Manuel Flor Conde de la Cadena.
San Miguel el Grande contó ese día con la audacia de su párroco, el Doctor Francisco Uraga Pardo y Verástegui, hijo de Celaya, famoso por su valor desde sus años de maestro en el seminario de Valladolid, en donde en su famoso vejamen hizo crítica despiadada de los presentes, a partir del obispo fray Juan Antonio de San Miguel y los canónigos. Ese día reunió a los pocos sacerdotes que permanecieron en la villa y mientras el pueblo se encerraba a piedra y lodo, formando una solemne procesión recibió al enfurecido jefe español. Lo condujo a la Parroquia y allí entonó un solemne Te Deum para agradecer a Dios la llegada del ejército realista e implorar su auxilio en la empresa real.
De esta manera, al abrigo de este sacro recinto, el corazón de don Manuel Flon se sensibilizó y perdonó a la ciudad y a sus habitantes pues había ya dado la orden de degüello.
El buen cura Uraga Pardo murió en San Miguel, sus restos descansan en la cripta parroquial, mientras que un poema inscrito en su tumba reclama al visitante:
Do vas sanmigueleño apresurado,
vuelve los ojos al lugar sombrío
que encierra las cenizas de tu amado.
¡Oh, no le mires con semblante frío!
Déjale de tus lágrimas regado
cual queda el musgo del rocío
llora, sí, pues en él yo soy testigo
se haya tu cura y tu mejor amigo”.
Tomado de:
Estampas Sanmiguelenses 3
Cornelio López Espinosa