Juan José de los Reyes Martínez Amaro, El Pípila

Por Luis Felipe Rodríguez

El 25 de julio de 1863 falleció este emblemático personaje sanmiguelense. La historia de su vida está íntimamente relacionada con la historia de San Miguel y de México. 

El 28 de septiembre de 1810, después del envío de parlamentarios insurgentes y el intercambio de escritos de guerra y cartas altamente caballerescas por ambas partes, que fueron Hidalgo y Riaño, entraron los insurgentes a la ciudad, donde se les unieron fundamentalmente los mineros y demás pueblo guanajuatense, lo que fue muy útil, pues conocían la ciudad en sus vericuetos y sabían lo que había en la Alhóndiga, lo que era ignorado por los insurgentes que arribaban de fuera.

Se inició el combate en las trincheras cercanas a los edificios fortificados, las que pronto fueron tomadas por los atacantes, por lo que los defensores de la Alhóndiga se replegaron y se metieron allí. Murió Riaño, con lo que cundió un pánico tal que ocasionó un desorden total entre defensores. Los realistas se vieron obligados a abandonar la azotea y patio de la Alhóndiga, pues caían sobre ellos una tupida lluvia de piedras lanzadas con hondas desde los cerros que franqueaban el edificio. Con todo lo anterior, los insurgentes pudieron aproximarse, cercando el castillo y tratando de entrar a él, pero se toparon con las puertas muy bien cerradas.

La puerta secundaria de la bajada de Mendizábal estaba tapiada con una barda de adobe y solo la puerta principal de la cuesta del Río de la Cata estaba en servicio, pero como ya se decía, permanecía cerrada.

Un minero de Guanajuato, que desde tiempo atrás servía a los conjurados de correo, al cual apodaban Pípila, fue destinado a quemar la puerta de la Alhóndiga; se le dotó de lo necesario, como brea, aceite, ocote, leña, lumbre, reata y, desprendiendo una losa de la banqueta de la tienda llamada «La Galarza», haciendo mecapal con los mecates, montó el Pípila la losa sobre sus espaldas, sujetándola a la altura de la testa, de tal manera que le cubría la cabeza y tronco, y empezó a bajar con dirección a la puerta; para protegerlo los insurgentes dirigieron sus proyectiles con dirección a donde había enemigos apostados, que podían impedir su llegada. 

Así bajó con paso firme, losa y mecha encendida. Los encerrados en el castillo de Granaditas, notando tal maniobra, sospecharon lo que intentaban y a pesar del enjambre de piedras y balas que caían en la azotea, subieron a ella y dispararon balas y arrojaron multitud de granadas, hechas con los frascos metálicos donde últimamente se transportaba el azogue. 

El destinado seguía bajando, y aunque algunos de estos frascos, hechos bombas, le cayeron sobre la losa que iba inclinada, rodaron y estallaron lejos de su cuerpo, no haciéndole ningún daño. Llegó a la puerta, la untó de aceite y brea, le arrimó leña y le pegó fuego. Ardió y pronto se consumió, lo que permitió entrar a los insurgentes a la fortaleza y realizar terrible y despiadada matanza de culpables e inocentes, de malos y buenos, de injustos y justos, apoderándose de los muchos valores que había en sus trojes.

De la Alhóndiga cundieron los sacrificados y despojos por toda la ciudad y pueblos mineros cercanos. Los más beneficiados con estos hurtos fueron los componentes de la plebe, como se le decía a la gente minera de Guanajuato, pues ellos sabían dónde estaban y las cuantías de los tesoros.

Don José María de Liceaga, testigo presencial de estos hechos, varios años después de esta heroica toma de Guanajuato, investigó entre los vecinos de la Alhóndiga, barrio del Terremoto y subida de los Mandamientos, sobre el Pípila, y llegó a saber y nos dejó escrito, que, como a las cinco de la tarde del famoso día 28 de septiembre de 1810, pasó por esos lugares el Pípila en dirección a Mellado, donde vivía; yendo acompañado de otros, que llevaban cinco o seis talegas y el Pípila cargaba una bolsita en la mano, que probablemente contendría oro; siendo custodiado el grupo por gente armada insurgente, lo que hizo creer a los vecinos de los citados sitios que aquel dinero se le había dado al Pípila en pago a su invaluable servicio que acababa de prestar a la causa.

El conocimiento de la hazaña del Pípila cundió rápidamente entre el pueblo y queriendo nuestro personaje reunirse al ejército libertador, posiblemente para proteger a su familia de represalias de los españoles, determinó pasarla a la villa de San Miguel el Grande, donde compró una casita y probablemente alguna tierra.

Continuará…