Sobre la Parroquia de San Miguel Arcángel

Por Luis Felipe Rodríguez

El 9 de julio de 1564, Tata Vasco, obispo de Michoacán, mandó erigir la primera Parroquia de San Miguel Arcángel.

Don Cornelio López dice que el edificio primitivo que albergó la parroquia de San Miguel Arcángel fue la iglesia de San Rafael, llamada por esta razón en épocas pretéritas como la parroquia vieja o templo de la fundación. A partir de entonces, la Misión de San Miguel desapareció de los anales de la orden franciscana.

Correspondió al ilustre fray Juan Ortega y Montañés, obispo de Valladolid desde 1682, dar la orden para que se construyera la nueva parroquia. En 1698 donó a la parroquia de San Miguel el Grande mil pesos para continuar la construcción del templo. Este dinero provenía de la venta de una hacienda o casa de adeudos por concepto de diezmos.

La Dra. Mina Ramírez dice:

“El edificio era de planta rectangular, como la mayoría de sus contemporáneos, medía diez y media varas de ancho por cincuenta y una de largo; sus paredes eran de piedra, de la que llamaban ‘pelada’, carecía de contrafuertes, por lo que en el siglo XVII se reforzó con arbotantes para evitar el desplome. La cubierta era de madera, debió haber tenido un espléndido artesonado a la manera mudéjar, como muchos que hubo en las iglesias de aquel obispado”. 

La ruina que amenazaba la techumbre y el dictamen de sobrarías fueron factores que influyeron para sustituirla, pero sobre todo el deseo de transformar un edificio viejo, útil entonces, por otro de mayor lucimiento para satisfacer las aspiraciones de clero y de una élite, ambas clases generadoras de un potencial económico, capaz de llevar a cabo tal empresa.

En 1690, el cura don Francisco de la Fuente Arámburo y el justicia mayor Pedro Morillo Velarde, a nombre propio y de la villa denunciaron las ruinas en que se hallaba el templo principal de San Miguel, aducían que los novenos del diezmo habían sido concedidos desde la erección y de manera perpetua para la fábrica de material de la parroquia. Los efectos paraban en distintas personas del obispado, por lo que solicitaron al virrey que dichas cantidades fueran requeridas y con ellas se labrase la iglesia de nuevo.

Atento a las súplicas, el Virrey Conde de Galve ordenó al maestro de arquitectura y alarife Marcos Antonio Sobrarías, vecino de la Ciudad de México para que, junto con otro maestro de dicha villa, viniese y reconociesen dicha iglesia, el estado en que se hallaba y si había ruinas que amenazaran para decidir si el estado que tenía la iglesia era capaz de soportar reparaciones o si necesitaba construirla nuevamente desde los cimientos.

El ocho de marzo de ese mismo año, el Arq. Sobrarías pasó a revisar la iglesia y dio su parecer: “que nadie entrara a la iglesia para que no sucedieran algunas desgracias. También se tiene que ampliar la planta y agregar cruceros con la buena piedra que hay en la villa”. Habiendo hecho las diligencias de todos los materiales que se podían necesitar, el Arq. Sobrarías hizo la cuenta de 58 mil pesos, más o menos, para llevar a cabo la obra sin mucho adorno de portadas ni cornisamentos. 

Marcos Antonio Sobrarías dice:

“El virrey dio su mandamiento el 15 de julio siguiente para que yo me encargara de ejecutar la obra, conforme a las trazas señaladas en mi primera visita a la villa. Se me asigna un salario de 1,460 pesos anuales, además de 300 que recibiré por el tiempo que invertiré en mi viaje a San Miguel y por la traza que di para la nueva obra”.

Durante dos años, Sobrarías trabajó en la construcción del templo, en septiembre de 1692 escribía al virrey que “dicha iglesia se halla casi toda luneteada, con su cornisa y encapitelada y un arco toral y bóveda del coro y bautisterio, pero… se acabó el dinero y aun me deben”.

Siguió demandando su salario en 1696, 1697 y 1698, que es cuando se le compele a Sobrarías a que regrese a San Miguel a proseguir la obra. El virrey nombró un nuevo arquitecto, Juan Antonio de Guzmán, maestro mayor de su arte. Sobrarías se quedó en la capital y junto con otros maestros de arquitectura trabajó en la catedral metropolitana y en la reedificación del palacio real en donde colaboró en el diseño de la planta hecha en 1709.

En 1705 se comprometió Juan de Vargas, cura del lugar, a poner en la obra cierta cantidad de piedras de tezontle a su costa, para crear bóvedas, poner bases de torres y otras para los santos de la portada. Un año después estaba concluida una torre y la otras se estaba haciendo. Para el adorno de éstas se encargaron unas pirámides de barro vidriado al maestro ollero Diego García.

Ante esta información de don Cornelio López y la Dra. Mina Ramírez me atrevo a aventurar una hipótesis de que el cambio de arquitecto pudo haber sido el motivo que provocó la ruina de las torres, pues el salario que recibieron él y sus ayudantes es notoriamente inferior y son ellos quienes terminan con la fachada en 1709, recordando que en su diario el señor cura José María Correa dejó escrito que la torre parroquial “amenazaba a ruina”; el estado de la torre poniente obligó que para esas fechas se quitaran sus campanas, a causa de los daños que presentaba su estructura. El frontispicio estaba cuarteado de arriba hacia abajo a partir de la bóveda del coro, hasta el cerramiento de la puerta principal.

El arquitecto Marcos Antonio Sobrarías nació aproximadamente en 1646, para 1682 se comenzó a tener noticias de su actuar profesional como veedor de su gremio. A partir de esa fecha presentó varios proyectos y reconocimientos de casas y conventos de la Ciudad de México.

La Dra. Mina Ramírez opina: 

“Es verdaderamente una lástima que todos cuantos conocen esta iglesia, tan solo recuerden la fachada pseudogótica que vino a ocupar el sencillo monumento del arte dieciochesco”.