La calle de Nicolás Cuéllar ¿Aparición o leyenda?

Un Homenaje al Artista

Por Mía Hernán

Toco la puerta de esta casa, número 42, calle de Jesús, pero es raro, del otro lado solo se nota el  silencio, nadie responde, aumento la fuerza en mi mano al golpear la aldaba de bronce, tal vez es muy débil el sonido y el maestro no me escucha, o tal vez es muy temprano. ¿Se habrá puesto en pie ya? Eso no lo sé, quizá fue al jardín por su periódico o pasó al mercado a comprar algo. Quiero despedirme, sólo he recibido atenciones de él.

Espero… ¡ya  quiero que salga! Y verlo de nuevo para encontrarme sus ojos amables y su charla cuajada de historias…

Los instantes pasan y miro el reloj. Solo me distrae el paso del lechero y su burro soñoliento cargado con botes; casi a la par aparece el repartidor de leña y sus pobres jumentos soportando el peso en sus lomos. Son todas imágenes que pensé que ya no existirían. Puedo sentir en el alma y en la imaginación el delicioso olor a leña recién quemada en hornillas de las abuelas que me transportan al San Miguel de Allende de las tradiciones y costumbres que me describió apenas hace unos días el maestro Cuéllar.

De pronto la voz de una mujer rompe el ensimismamiento en el que estaba inmerso, era doña Tere, la vieja empleada de la casa donde me hospedé la noche anterior, la reconocí porque ella me dijo cómo llegar al centro. Me dice “¿Qué hace allí?” Su entrecejo bien marcado es de extrañeza.

Contesté: “Es muy temprano, ¿qué anda haciendo, doña Tere?

-“Haciendo por la vida, joven, con mucho trabajo para que los próximos visitantes que lleguen encuentren todo listo. Es martes y casi todos los huéspedes se fueron, ¿ya se va también usted joven? ¿Qué anda haciendo tocando esa puerta? ¡Ahí no vive nadie!”

– “Vine a despedirme del maestro”. Contesté con firmeza.

Doña Tere se santigua y contesta con un Ave María como tratando de alejar ciertos pensamientos mientras en su rostro se nota extrañeza”.

“Ya hace tiempo que ahí no vive nadie, Don Nicolás el gran pintor nuestro vecino, hace años que falleció, solamente sus hijos vienen muy de repente. ¿Hace cuánto tiempo que lo vio?, tengo entendido que es la primera vez que usted viene a San Miguel, ¿o ya lo conocía de antes?”

“Lo conocí hace días, cuándo me perdí y fui a la plaza principal…” Contesté. 

-“Mire, joven, yo no sé en qué crea usted, pero el maestro ya murió, sólo rece por él y póngale una velita, y no lo olvide, ¡él es muy grande!, un artista de nuestro pueblo, muy grande, tan grande que yo diría igual que Frida, pero en hombre. Yo no sé de pintura pero sí sé que es un famoso pintor. ¿Dónde dice que lo vio?, ya me pegó la curiosidad”.

Respondí: “Sentado en una banca en el jardín contemplando la parroquia, mirando volar las palomas, viendo pasar a los visitantes nacionales y extranjeros, disfrutando la fiesta que había en el pueblo pero, al mismo tiempo, mirando para sus adentros, contándose a sí mismo historias que trazaba en su pequeña libreta de bolsillo.  

Yo andaba medio perdido, todas las calles me parecían iguales. Lo vi en la banca y le pregunté cómo llegar a la calle de Jesús, al hotel en donde me hospedo. Y él me dijo muy amablemente – “Ven, te acompaño, te llevo, nuestro rumbo es el mismo, esa calle es mi calle, toda mi vida está ahí, de paso nos sentamos a platicar y te muestro mi estudio y mis pinturas y dibujos”. 

“¡Ah, es usted pintor!”. 

“Sí, te invito a mi casa”.

-“Así es, responde doña Tere, en un tiempo los vecinos hasta le cambiaron el nombre a la calle, de “Calle de Jesús” a “Calle de Jesús Nicolás Cuéllar” y todo porque mucha gente preguntaba por él. A su casa venían norteamericanos, canadienses, alemanes… y muchos mexicanos que al parecer conocían mucho de arte, entraban y salían de esa casa, a veces llevaban cuadros, dibujos, se reunían a platicar.

El maestro tenía sus amistades como la señora Wale que fundó la Biblioteca Pública y le quería mucho, el padre Mojica, Peter Leventhal el pintor, Paz Cuéllar el locutor, Ken Bowman, Fray Angelo, Sylvia Samuelson, y muchos más cuyo nombre no recuerdo, y jóvenes sanmiguelenses a quienes enseñaba a pintar.

“Y cuando estudiaba en el Instituto Allende, él formaba parte de «El club de la Llave», donde muchas noches se reunían para platicar de todo. Y se lo cuento porque él me lo platicó”.

-Le dije a Doña Tere…“Él me acompañó en ese trayecto a su casa-estudio y mientras tanto fue desgranando un poco la historia de San Miguel, fue describiendo de una manera muy vívida a personajes, lugares, tiempos e historias de este increíble lugar donde sus calles aún conservan el espíritu de sus pobladores, con su generosidad y su tranquilidad. 

Me contó que en sus años tempranos -cuando era niño- ya dibujaba y pintaba, apoyado siempre por las religiosas de la escuela donde estudió que fue el Colegio Justo Sierra; ellas fueron quienes que lo impulsaban a pintar y a dibujar al descubrir su talento, luego -muy joven- fue «fabriqueño», esto es, empleado de la fábrica de hilados y tejidos «La Aurora», creo que por muy poco tiempo, pero ser pintor era su sueño, su vocación y voluntad. 

Mientras caminábamos, fui observando su vestimenta blanca, íbamos a paso tranquilo, observados por las miradas curiosas de las ventanas, rejas, aldabas y portones antiguos, el empedrado de piedra-bola-ahogada, algo típico del pueblo, los hierros antiguos originales de los balcones, estampados con adornos de macetas de bugambilias sonrientes y acuarelosas,  hasta llegar a la puerta enmarcada por las columnas de cantera. 

Sacó su fajo de llaves, abrió la puerta principal, me invitó a pasar hasta el fondo de la casa; me dio la confianza de pasar a su atelier, donde inmediatamente percibí un exquisito aroma a óleo, a aguarrás, y entrando a mano derecha, había una colección de cuadros sorprendentes, cada uno de diferentes estilo y épocas, su firma clara en cada uno con su respectivo año de creación, pero lo que más me llamó la atención fue observar la silueta de la parroquia en todas sus pinturas, era algo tan importante para él darle ese sello de amor a su creación, ese amor que siempre le tuvo a su pueblo, a su San Miguel, y dada la sencillez de su trato, pensé que el artista -a quien tenía frente a mí- podría haber sido otra persona. Pero no, era sencillo y genial.

Recorro con detenimiento los detalles de este lugar en que me encontraba, tan lleno de pinceles de todos tamaños, caballetes, esculturas, con formas y trazos enérgicos entrelazados, contando con todo tipo de imágenes e historias. Me di cuenta que  allí todo era hasta cierto punto un sueño, el maestro vivía en un mundo onírico, de cada una de sus obras se desprenden figuras, formas y destellos que casi cobran vida, no existe el tiempo, aquí te vuelves atemporal, porque el sueño creativo te adormece y seduce el color, el abrazo del acrílico, la acuarela y el óleo con el pincel. 

Estoy viajando de nuevo ahora “por las calles de San Miguel”, por “la calle de Nicolás Cuéllar», y soy en ese balcón lleno de arte, el espectador perfecto de la obra del maestro, del gigantesco artista sanmiguelense del que -por obra de magia, o quizá de modo sobrenatural, o quizá en mis sueños- he conocido en su creatividad y en su mundo íntimo ¡en su propio atelier! Allí descubrí además una gran pintura al óleo del santo patrono de la ciudad San Miguel Arcángel que me dijo que había llamado “Guardián eterno”.  

-Por eso no entiendo, doña Tere por qué dice que aquí no vive nadie. Yo vi al artista, pasé a su casa, estuvimos platicando hasta tarde, me ofreció una copa de vino tinto, y admiré diversos  detalles de su casa, y hasta me regaló un boceto, ¡mire aquí está!”.

Incrédula doña Tere me respondió “A mí se me hace que agarró la fiesta y ya no se acuerda por qué rumbos anduvo…”. 

-“No, doña Tere, yo ni siquiera bebo, y la prueba aquí está, este es el dibujo que me regaló”. 

“¡Ay, joven! Debería asustarme, pero pensándolo bien, San Miguel de Allende es un lugar de leyendas, donde a veces vienen los que ya se fueron, sobre todo por los días de sus aniversarios o los días cercanos al 2 de noviembre. Don Nicolás cumpliría años en septiembre, y en muchas ocasiones se oía la música que venía de su casa. 

-Y mire, ahora que recuerdo creo también haberlo visto en días pasados, solo que pensé que mis ojos me estaban engañando… clarito vi que en la esquina de Cuadrante iba dando vuelta hacia acá, la calle de Jesús Cuéllar, vestido de color claro, con su infaltable sombrero y su bolsa del mandado a eso de la 1:30p, como regresando del jardín, pero no lo pude ver bien porque ese día la neblina bajó hasta acá, ¡ahora estoy segura que era él! Sí, ¡era él!”