Anarquía como autodeterminación 

Por Josemaría Moreno 

En estas semanas hemos visto cómo el país se revuelve tratando de rescatar su democracia –por un lado se confirmó judicialmente que el gobierno de Calderón era un narcoestado, y por otro, un bloque significativo de la población salió a marchar en defensa de los privilegios de la burocracia del INE, confundiendo propaganda con defensa a la democracia, como bien lo hace notar Bernardo Moreno en su columna impresa en este mismo número de Atención San Miguel. Por eso, para esta entrega de los imprescindibles, llenos de insatisfacción y pesimismo, nos proponemos darle una vuelta de tuerca al concepto de anarquía, que antes que definirlo burdamente como carencia de principio, lo sostenemos como principio fundamental de autonomía política y personal más allá de los vicios o virtudes de cualquier gobierno representativo. Si una democracia por naturaleza es incapaz de gobernar para todos, el individuo puede florecer, no obstante, como un ser social que no se identifique con sus representantes políticos. Aún más, en un lugar como México, en el que el gobierno, con sus mil tentáculos burocráticos, parece ser una institución diseñada explícitamente para buscar la ineficiencia, la anarquía no es una apuesta política más, sino una constante necesaria: en términos prácticos, hay que vivir como si no hubiera gobierno y las acciones de cada quien estuvieran reglamentadas por las consecuencias que manifiestan. Es decir, la anarquía es una forma de vida. Para esta entrega, les dejamos tres ejemplos que problematizan esta propuesta. 

Epicuro, Carlos García Gual (2013)

Este excelente estudio del célebre helenista español recopila todos los textos conocidos de Epicuro –añadiendo invaluables pies de página como comentario y contexto– que nos ha legado la historia, que en el caso de Epicuro es algo más que fortuita. Ya desde la antigüedad, el pensamiento de Epicuro corría el riesgo de perderse al ser una rara avis entre corrientes mucho más robustas –platonismo, aristotelismo, estoicismo, por mencionar solo tres gigantes. Sin embargo, el epicureísmo tuvo la fortuna de contar con Lucrecio como uno de sus más grandes adeptos latinos. El creador del De rerum natura le infundió vida e inercia al epicureísmo para poder sobrevivir un cristianismo medieval nada afín. El concepto que más nos interesa resaltar ahora es el de ataraxia, una carencia de turbación, tanto corporal como espiritual. Bien es sabido que la filosofía de Epicuro buscaba la felicidad, la buena vida y, para conseguirla, recomendaba a sus seguidores no inmiscuirse en la comidilla política de sus tiempos ni en los mitos de sus ancestros, para, antes bien, nutrir el espíritu y encontrar la paz que nadie más que uno mismo puede procurarse. Si bien la filosofía de Epicuro terminó mezclándose irremediablemente con el hedonismo –la búsqueda del placer para evitar el dolor–, su doctrina no era individualista: Epicuro reconocía claramente que cualquier exceso, especialmente los de un placer desenfrenado, es fuente de amargura y pena; pero, enfrentado el individuo a poderes e instituciones gargantuescos, más le valdría hacerse a un lado, buscar encuentros de alegría que expandan la alegría a otros, y dedicarse, en última instancia, a cultivar su jardín, como diría con algo de pesimismo pero resolución el Cándido de Voltaire.

Trainspotting, Danny Boyle (1996)

Este famosísimo largometraje marcó, como quizás ninguna otra película lo hizo, a la juventud de los 90s y aún hoy es película de culto. La premisa será reconocida fácilmente: un grupo de jóvenes yonkis en Escocia hacen todo lo que pueden, arrasando con quien se les pare en frente, con tal de conseguir el siguiente jeringazo. El discurso y resumen de la película –pesimista, intrigante y cautivador, que no representa una apología, sino el desgaste espiritual que ha marcado a la juventud por décadas ya– se lo lleva Renton (Ewan McGregor): “Escoge la vida. Escoge un trabajo. Escoge una carrera. Escoge una familia. Escoge un pinche televisor inmenso, escoge lavadoras, carros, y abridores de latas eléctricos […] Escoge labores domésticos mientras te preguntas quién chingados eres una mañana de domingo […] Escoge pudrirte al final de todo [,] nada más que una vergüenza para los mocosos egoístas que engendraste para que te remplacen. Escoge tu futuro. Escoge la vida. ¿Pero por qué querría hacer eso? Escojo no escoger la vida. Escojo algo distinto. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?”   

4´33”, John Cage (1952)

Esta controversial pieza musical nos lleva a las antípodas de la recomendación anterior. Es una meditación casi zen y la negación absoluta a ser determinado incluso por algo tan básico como una partitura. Es caos y determinación espontánea: un experimento diseñado para ser interpretado por cualquier instrumento cuyo propósito es contemplar el bullicio y sinsentido de la existencia, pues aunque la partitura marca que los músicos deben permanecer en silencio durante la duración de la pieza –cuatro minutos y treinta y tres segundos–, se descubre en su interpretación todo tipo de ruidos y sonidos accidentales: la respiración del intérprete, sus palpitaciones, la gente revolviéndose en sus butacas, el viento y las gotas chocando contra las ventanas del recinto. El sonido del silencio es muestra innegable de la resistencia que toda existencia manifiesta cuando se enfrenta a una fuerza exterior que pretende determinarla.