La experimentación mística es un derecho innato

Por Martin LeFevre

No me agrada el término “experiencia mística”. Lo que ocurre durante una verdadera meditación no es ni algo místico ni es una experiencia. Es un acontecimiento, un fenómeno que siempre es novedoso. El cerebro es capaz de conjuntar, a través de una observación pasiva, una forma de atención que es más rápida que el pensamiento. Cuando la atención es más rápida que el pensamiento, el observador se anula, porque el observador es la separación psicológica básica del pensamiento. 

Sin esfuerzo ni voluntad, la atención se acumula imperceptiblemente, actuando sobre el pensamiento mediante el proceso de observación de su propio movimiento sin presentar la división del observador, acallando la mente. Eso abre la posibilidad a la experimentación de la vida y lo sagrado que yace inseparablemente en y más allá de la naturaleza y el universo. 

Todos los pensamientos y las emociones son reacciones, y observar sin esfuerzo cómo surgen estas reacciones mentales y emocionales les permite florecer y desaparecer. Observar las memorias, sentimientos y estados físicos que surgen en un momento sin prejuicios, control o interpretación es toda la acción que se requiere. 

En términos psicológicos, hay dos niveles de reacción. Hay reacciones espontáneas, como cuando una parte de una conversación que tuviste con alguien ayer se vuelve a reproducir en tu mente. Y hay reacciones secundarias, como cuando evalúas algo que dijiste o hiciste. La meditación se lleva a cabo cuando observas el primer tipo de reacción y no el segundo. 

Ambos tipos de reacción surgen del yo, una entidad aparentemente independiente que forma el foco de nuestra existencia. Pero este homúnculo localizado en nuestras cabezas no posee mayor realidad que el supuesto humano completamente formado que se creía existía en el óvulo o el espermatozoide. 

De alguna u otra forma, el ego y la supervivencia están aunados a un nivel emocional en el cerebro. Esa es la razón por la que el ego es tan aprensivo. Sin embargo, si la atención es lo suficientemente rápida e intensa como para lograr ver a través de las ilusiones y el hábito de la mente que constantemente se divide a sí misma, el observador/ego se disuelve en la observación. 

Una vez que los sentidos se han vuelto más agudos y se han sintonizado con la naturaleza, pregúntate si el observador está presente. Esto ayuda a enfocar el mecanismo y el hábito, y puede proveer la intuición necesaria para transcenderlos.

Al observar sin observador, la mente puede acallarse profundamente de manera natural y sin esfuerzo. El flujo de contenidos personales y colectivos que conforman la conciencia así como la conocemos se ralentiza y luego se detiene. En ese momento el cerebro se sustrae al flujo del pensamiento-mente y una forma superior de conciencia emerge. 

Esta conciencia ya no está mediada por palabras, imágenes o memorias. Las impresiones sensoriales se agudizan y hay un estado de intuición más profundo. Al acabar con el movimiento de la memoria (el cual es sinónimo del movimiento del pensamiento), un estado meditativo se despierta y el cerebro se renueva. 

En la absolutamente involuntaria quietud de la atención, el cerebro se percata de energías y concreciones que no pueden ser nombradas. Estos son los estados mentales que han sido llamados, devota o irrisoriamente, “experiencias místicas”. 

Por supuesto que esas palabras pueden significar algo concreto, o pueden referirse a algo intangible como una idea o una memoria, o incluso pueden señalar el conocimiento irrelevante de los místicos. 

No obstante, los estados meditativos no son parte de ninguna religión o tradición, ya sean de oriente u occidente. La experimentación mística tampoco es personal –el producto idiosincrático de la mente o el cerebro de un individuo. La experimentación mística es un derecho innato a disposición de cualquiera que entienda y aplique los principios de la división psicológica y la observación indivisible. 

Un estado meditativo se enciende mediante la observación indivisible; la negra sombra del pasado se desvanece, al menos temporalmente, a la luz de la atención intensa del momento absolutamente inclusivo. 

Sin embargo, los estados alterados de la conciencia y las “experiencias místicas” jamás son el objetivo a perseguir; lo único que se busca es la intención de lo que es y el aprendizaje que no se acumula. Esa intención, más la autoconciencia rápida e intensa manifiesta en las corrientes de la conciencia, hacen surgir, sin esfuerzo, una forma de conciencia superior. 

Experimentar directamente lo innombrable es algo inefable, ya que, por definición, las palabras y el conocimiento impiden que el cerebro haga conexión con lo innombrable. Uno tan solo puede manifestar aproximaciones a lo innombrable y señalar a los que están dispuestos a escuchar el camino a la exploración y el despertar de sus propias capacidades para percatarse de lo numinoso. 

Una vez más, la experimentación mística no puede contextualizarse según alguna religión, tradición o cultura. Ciertamente, la esencia de experimentar lo numinoso es acabar con el dominio del condicionamiento, la cultura, la tradición y el sistema de creencias de cada quien para abrir así la mente y el corazón a los atisbos de lo sagrado que se encuentran más allá de cualquier constructo cognitivo de la mente. 

Por lo tanto, el conocimiento de lo que se ha denominado experiencias místicas, cuando no es matizado, evita que la gente pueda, de hecho, experimentar estados profundos de intuición. Al mismo tiempo, no es nada apropiado burlarse y desestimar formas orientales de experimentación mística, ya que la India ha enfatizado la interioridad ya desde hace siglos. Por otro lado, uno no necesita ir hasta la India para encontrar estados más profundos del ser. 

Uno de los temas de esta columna es que cualquiera puede llegar a esos estados profundos del ser en cualquier lugar, aunque mantener una relación con la naturaleza es imprescindible. Ya que fui un habitante de una gran ciudad, he descubierto que incluso es posible entablar una relación con la naturaleza y alcanzar estados profundos meditativos en medio de grandes centros urbanos, aunque es más difícil.

Puesto que estamos en el nadir espiritual de la civilización occidental, es necesario que la gente ordinaria que vive vidas normales (si acaso existe tal cosa), despierte a una vida interior verdadera. 

La orientación externalista de la mente occidental, que ha conseguido grandes avances en la ciencia y la vida material, se fundamenta en una visión externa de la naturaleza y lo numinoso. Las fibras espirituales e intelectuales de occidente no pueden ser separadas de la teología judeo-cristiana que nutrió nuestra civilización y que nos ha llevado a este desgraciado momento. 

Si no se matiza el conocimiento de las experiencias místicas, estas no ocurrirán. Por lo tanto, la experimentación mística es la antítesis de la ortodoxia, pues esta enfatiza la tradición, los rituales y las costumbres religiosas establecidas. 

El término “experiencia mística” está cargada de todo tipo de connotaciones religiosas y atropellos seculares, por un lado, y por el otro, implica algo supernatural y especial. Pero en realidad solo significa experimentación directa del todo que es la vida, lo sublime del ser y lo sagrado más allá del pensamiento, el conocimiento y lo conocido. 

Un cometa en forma de halcón planea sobre el campo. Kilómetros más allá, los oscuros muros de la cañada de la ciudad sobresalen en relieve a la luz de la tarde. El halcón emplea diestramente el aire sobre el que se sostiene estáticamente mientras planea sobre el horizonte y una luz dorada se refleja sobre sus blancas alas. 

Por casi un minuto, el halcón se mantiene así sostenido. Luego, deja de revolotear por un segundo y se mantiene inmóvil. Con una gracia que desafía cualquier descripción, guarda sus alas y adopta una posición certera mientras desciende decididamente hacia el suelo. El cometa vuelve a subir por lo aires, sin presa alguna, y repite su búsqueda y sus patrones de vuelo. 

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