Por Adriana Méndez Acosta
“Cuando era niño me daban una peseta por cargar una estrella desde La Aurora hasta la Parroquia. La moneda de plata, que valía veinticinco centavos tenía un águila de un lado y una balanza del otro”.
– El Gordo Ledesma
Un pintoresco callejón, muy cerca a la fábrica La Aurora, es la antesala del hogar de Don Emigdio, El Gordo, Ledesma. El patio de su casa está dispuesto con una mesa rectangular y materiales diversos. Sobre ella fabrican estrellas, disfraces y lo que se necesite para decorar y embellecer desfiles, peregrinaciones y demás fiestas tradicionales. Algunas máscaras e imágenes religiosas cuelgan de las paredes. Varios entrepaños sostienen libros, revistas y papeles.
Los cristales de sus anteojos rectangulares no impiden percibir el brillo y la profundidad de su mirada que contagia orgullo y entusiasmo. Las arrugas de su rostro y su pelo entrecano legitiman su detallado discurso sobre los pormenores de su participación, desde el origen, en la fiesta más importante de San Miguel.
Llegó, al entonces pueblo, cuando era niño. Su papá, que trabajaba en la Fábrica Hilados y Tejidos La Carolina en la Ciudad de México fue trasladado a San Miguel de Allende para trabajar en la Fábrica La Aurora: sitio emblemático de la ciudad, que hoy, además de arte y diseño, alberga muchas historias. La de la fiesta de la Alborada es una de ellas.
Terminando sexto de primaria, decidió que ya no quería seguir estudiando. Se le antojaba ser mecánico. Su padre lo llevó a un taller para indagar. En esa época había muy pocos coches. Cuando llegaron al lugar encontraron a dos mecánicos dentro de un auto, con los pies sobre el tablero leyendo un cómic de La Familia Burrón. Cuando salieron de ahí su papá le preguntó: “¿Eso es lo que quieres ser?”
Después de la embarazosa escena, Emigdio se quedó mudo.
A los quince, después de incursionar como aprendiz de carpintero, decidió entrar a trabajar como obrero textil a pesar de la insistencia de su padre de que no lo hiciera, porque “era un encierro”. Conoció a Camilo González y a otros señores originarios de Salvatierra y Villa Hidalgo de Hércules, Querétaro. Ellos fueron quienes importaron las estrellas a San Miguel.
En la fábrica donde trabajaban anteriormente, veneraban a la Santísima Virgen de la Concepción. Su imagen es venerada en el Templo de Las Monjas ubicado en la calle de Canal. Decidieron festejar a su Virgen el ocho de diciembre de 1924. Caminaron por las calles cargando las estrellas gigantes y decoradas hasta llegar al templo. Ese fue el primer día que San Miguel de Allende las vio. A partir de esa fecha decidió adoptarlas.
Refugio Soliz, el entonces cura de la Parroquia de San Miguel Arcángel, y las autoridades municipales quedaron maravillados con la celebración. El siguiente año, invitaron a Camilo González y a su grupo a participar en la festividad del santo patrono del pueblo. Así fue como en 1925 se celebró por primera vez la Alborada en la emblemática parroquia de cantera rosada estilo gótico.
Su interés por la fiesta inició en 1948, cuando tenía diez años. Le gustaba ver los desfiles, le llamaban particularmente la atención el colorido y la belleza de la decoración. A los doce, por “interés económico”, debutó como cargador de estrellas.
Don Emigdio es un amante de las tradiciones vivas. Desde los ocho años participa en la peregrinación al Santuario de Atotonilco, se involucra activamente en el festival de los Locos, la fiesta de la Iglesia de San Antonio, y nunca ha dejado de celebrar la Alborada, ni siquiera durante la pandemia. Decoró las estrellas, pidió a Jesús Nazareno que lo cuidara y se fue a la parroquia con un pequeño grupo de amigos.
Por su constancia y entusiasmo se ha ganado el título de “El conservador de la tradición de la Alborada”. Cada mes de agosto inicia la convocatoria para las personas que deseen aprender a decorar estrellas. Su taller está abierto para aprendices y colaboradores. Trabajan durante agosto y septiembre para estar listos y festejar el 29 de septiembre, o el sábado posterior, si cae entre semana.
Don Emigdio empezó a vivir en pareja cuando él tenía veintiún años y ella dieciséis. Tuvieron diez hijos: nueve mujeres y un hombre. Cuenta que trabajó mucho para sacar adelante a la familia. Orgullosamente me comparte que una de sus hijas es maestra de idiomas, dos son contadoras y una decoradora. A todas les gustan las tradiciones y siempre se involucran. Tiene veintidós nietos y once bisnietos. Comenta, con una pícara sonrisa en la boca, que salieron “más medidos” que él. Solamente una de sus hijas tuvo cuatro descendientes. Las demás solo dos o tres. Se siente contento por tener una familia unida que lo respeta y que comparte el gusto por las fiestas. Cada año preparan juntos lo necesario para la celebración, desde las decoraciones hasta la banda de viento.
Hace tres años tuve el privilegio de entrevistar a Emigdio Ledesma alias El Gordo. Generosamente me recibió en su casa y me regaló dos horas de su tiempo. Salí de ahí conmovida por su calidez, su acervo de conocimiento y amor por las tradiciones. Por el entusiasmo que contagia para continuarlas y por su dedicación para pasar de generación en generación su sapiencia.
Me quedo con la imagen de las estrellas tintineando durante el alba, cuando todavía no sale el sol, pero la tenue luz ilumina suficientemente al cielo para regalarnos el espectáculo de la Alborada.