Dos hogazas de pan

Por Sal Guarino

Recordando a mamá: Violet de Cristo (1930-2020)

Apenas pasaban las 5:30 de una noche estrellada en Brooklyn. Tenía seis años de edad. Afuera estaba oscuro y en la casa había un olor exquisito, como siempre a esa hora del día, ya que mamá estaba preparando la cena que siempre comíamos a las 6:00 entre semana. Siempre esperaba con ansia el momento de la cena, sus sabores eran la perfección. Mi madre nunca preparaba tan solo un platillo. Normalmente era una cena de dos tiempos, como pasta marinara y después pechugas de pollo, o pasta fagiole y después berenjenas fritas, chícharos y macarrones en jugo de carne, o incluso escarola y frijoles como preludio a un rollo de carne –italiano (en jugo de carne rojo) o americano (con cátsup), ambos eran inmejorables. 

Conforme la hora de la cena se acercaba, no obstante, mamá se dio cuenta que había olvidado un componente imprescindible. ¡Nos habíamos quedado sin pan en la casa! En nuestra casa el pan era sinónimo de comida, cena, delicioso, necesario e increíble. En pocas palabras, el pan era esencial. Así, mi madre me llamó para pedirme que ayudara a salvar el sagrado ritual de la cena. Expresó clara y articuladamente mi misión. 

“Ve a la tienda de Pete y trae algo de pan”, me encomendó. 

No hubo la necesidad de enunciar más instrucciones, como que la cena se servía a las 6:00 o que necesitaba ser pan “italiano”. Esa información, que podría haber sido necesaria para un niño de seis años en algún hogar “americano”, en nuestra familia resultaba superflua y redundante. Con decisión comencé mi misión, un dólar en la mano, hambre alegre en la barriga y una sensación de premura tácita e inconfundible relevancia. 

Una cuadra y media y tres minutos después, ya estaba en la tienda comprando el pan italiano, recién salido del horno, envuelto suavemente en papel blanco, con solo la punta asomándose –las letras impresas en el papel, rojas, verdes y negras indicaban la marca del pan, sus ingredientes y el precio de 35 centavos. Aunque alegre por poder rescatar la cena, también sentí algo de pena pues estaba seguro que Pete y Lucille, los dueños de la tienda, se darían cuenta que mamá se había quedado sin pan, lo cual era casi un delito, si acaso no un pecado del cual mi madre era responsable. 

Regresé por la 14va avenida y luego giré a la derecha en la calle 40va para entregar la hogaza de pan que me habían pedido. El viento de invierno era frío pero refrescante. Sostenía el pan contra mi pecho, como si fuera una bolsa con billetes de 100 dólares. El calor del pan y su dulce olor a levadura parecían fundirse con mis células a un nivel molecular. El saber que iba de regreso habiendo cumplido la misión me brindaba una sensación de satisfacción y bienestar. Me sentía orgulloso de mi esfuerzo, por lo que me permití arrancar un buen pedazo de pan durante mi camino a casa. Mi paso se ralentizó tras los efectos de los carbohidratos.

Unos diez minutos después, cerca ya de las 6:00, entré a casa y antes siquiera de quitarme el abrigo, le presenté la hogaza de pan a mamá. En lugar de verse satisfecha, como lo había imaginado, su rostro denotaba confusión. Sostuvo en sus manos la disminuida barra de pan, que en un comienzo había salido de la tienda como una hogaza entera de orgulloso pan.

Con curiosidad preguntó, “¿qué pasó?”

Algo confundido, aunque dándome cuenta que mi madre no condonaba las libertades que me había tomado al arrancar un pedazo tan generoso de pan, quizás mayor a lo que habría sido tolerable, contesté tímidamente, “me comí un pedazo”.

Mi madre comenzó a reír como solo ella lo podía hacer, sin producir ningún sonido por varios segundos para después recuperar aire como un bebé cuando se prepara a soltar un buen llanto. Su semblante de curiosidad fue inmediatamente reemplazado por comprensión, un gesto que podría servir como ejemplo de cómo transmitir la más profunda empatía en solo segundos. No estaba molesta porque me hubiera comido un pedazo de pan. Después de todo, entendía que mi fuerza de voluntad no alcanzaba para soportar la tentación gustativa. Más bien, mi madre me preguntaba qué había pasado con la segunda barra de pan que debía comprar. Le divertía muchísimo que no me diera cuenta que una hogaza de pan –en realidad poco más de la mitad de una– no sería suficiente para la cena, lo cual hacía que mis licencias para con la barra de pan fueran incluso más graciosas.

En realidad, la forma en que nos educó mi madre fue bastante estricta en general, lo cual era la norma en la cultura de aquellos tiempos. Pero en los momentos que verdaderamente importaban, siempre era capaz de mostrar su increíble y benevolente habilidad de aceptación, candor y perdón. Eso es exactamente lo que hizo en aquella ocasión; me agradeció haber ido a comprar el pan sin centrarse en el hecho de que tan solo llegó a casa media hogaza de pan en lugar de dos. Cuando la familia se sentó a la cena, ninguno de los siete presentes hizo mención alguna de mi error. Esto resultó ser muy reconfortante para mí, ya que mis hermanos mayores habrían tomado cualquier oportunidad para burlarse de mí, el “bambino” de la familia. Para mi madre no fue difícil cubrir mi falla. Cortó la parte arrancada del pan y desenterró un poco de pan de reserva que siempre tenía en el congelador (no tener esta reserva era impensable), el cual calentó con tal rapidez que bien podría haber viajado en el tiempo para hacerlo. Y, a lo largo de los años, esas eran las formas con las que mamá improvisaba soluciones para protegerme, pues si la vida te da limones, haz limonada (o como prefiero decir –haz limoncello), y mi madre siempre así lo hacía, especialmente cuando más lo necesitaba yo.    

Sal Guarino

Nacido en Brooklyn, Nueva York, ahora vive en el centro de San Miguel junto a su esposa mexicana, Sal siempre pone sobre la mesa un vasto juego de experiencias vivenciales. “¡SALudos de San Miguel!” es su forma de compartir la alegría de vivir en San Miguel a través de una lente de agradecimiento y pensamiento positivo. El primer libro de Sal, “SALutations”, fue publicado en 2018. Contacto: salguarino@gmail.com