SALudos de San Miguel: Un lugar en la mesa

Por Sal Guariano

Incluso cuando tenía once años podía entender que mi hermano más grande, Gerard (22), a quien cariñosamente le llamábamos por sus dos primeras sílabas, poseía una hermosa disposición por el amor y la empatía hacia aquellas personas que, como él podría haber dicho, “están en otra sintonía”. Era un rasgo característico de él. Sin importar qué crisis personal pudiera estar experimentando en cierto momento, usualmente podía encontrar la forma de mostrar amor hacia otros seres humanos. Un ejemplo que siempre atesoraré ocurrió cuando caminando unas cuantas cuadras, como lo hacía cada mañana, para tomar el camión e ir al trabajo en Manhattan, conoció a una persona discapacitada de nombre Henry, quien vivía a unas cuantas casas del hogar de nuestros padres. Como era usual con mi hermano, percibió que Henry necesitaba un amigo en ese momento más que nadie. Henry también caminaba a la parada del camión para ir a trabajar cada día por unas cuantas horas a un hogar de acogida. Así, Henry comenzó a esperar a mi hermano para que los dos nuevos amigos pudieran caminar juntos al camión. La cosa con Henry es que caminaba pesadamente. Arrastraba sus pies, quizá por su desarrollo cognitivo y años de tomar medicamentos, lo que significó que Gerard perdió su camión en varias ocasiones. Sin embargo, nunca pensó por un momento en dejar a Henry atrás. Los trabajos iban y venían. Las conexiones como las que formó mi hermano con Henry eran esenciales. Para Gerard era preferible llegar tarde al trabajo. 

En una ocasión, Gerard invitó a Henry a nuestra casa, y mamá preparó una gran cena. Nuestra familia de siete hermanos acogió a Henry como si de un príncipe se tratara. Las expresiones de alegría que Henry manifestó durante toda la noche mientras amablemente lo hacíamos sentir bienvenido, sus más simples y enormes sonrisas –luciendo una dentadura malformada y una quijada temblorosa– dejaron una impresión indeleble en mi corazón y mi alma. En respuesta a nuestra hospitalidad, Henry repitió su nombre varias veces después de haber sido presentado, haciendo gala de un orgullo manifiesto y radiante. 

“Soy Hennnryyyyyyyyy Craaaaaaiiig Juuuuuunior,” repetía. Siendo solo un niño, no podía evitar reír siempre que Henry pronunciaba su nombre así. Reconocí la dignidad y el honor que mi familia le otorgaba mientras le servía un plato de rigatoni (platillo que mi madre preparó en lugar de espagueti por si éste le resultara difícil de manejar con los cubiertos). Arreglar las cosas para que gente como Henry tuviera un lugar en la mesa era algo que mamá y Gerard hacían naturalmente; era parte de su personalidad. 

A lo largo de los siguientes cuarenta años y un poco más, he vivido una vida muy humana que incluye periodos entrecortados de egoísmo pronunciado, ambiciones desequilibradas, arranques impulsivos de autogratificación para disminuir la pena, relaciones de codependencia condenadas al fracaso por esperanzas falaces de encontrar ahí resguardo emocional, y otras cuantas desviaciones del ello. A pesar de vivir con este tipo de defectos, siempre he encontrado inspiración en el núcleo de verdad inequívoca y esperanzadora que mi hermano mayor y mi madre le demostraban a Henry –cómo los lugares en nuestra mesa eran a la vez preciados y compartidos de buena voluntad. Además de darle la bienvenida a un personaje como Henry y aceptarlo en nuestra cena, me he adueñado de la dinámica expansiva de alegría que implica compartir la mesa con muchas personas a lo largo de mi vida –con amigos y familiares, como también con aquellos que no podrían tener esta experiencia de otra manera. He sido bendecido por la experiencia paradójicamente cálida que nace de esta inclusión, cómo el compartir un sentimiento de agradecimiento y alegría puede infaliblemente mejorar dicha experiencia, sabiendo que dar algo es la mejor manera de disfrutarlo.

Ahora que soy tan afortunado como para tomar diariamente de la copa de la alegría que es poder vivir en el mágico San Miguel, en donde incluso el más breve momento que uno pueda gozar en esta ciudad perdida en el tiempo despierta profundos sentimientos de calidez, sorpresa, y conexiones personales entre tantos visitantes, una premisa recurrente para la autorealización se manifiesta. ¿Cómo puedo compartir este elixir enriquecedor del espíritu con otros? ¿Cómo puedo lograr alargar mi mesa para ofrecer más asientos, en sentido figurativo y literal, rindiendo así tributo al eterno y amable ejemplo de Gerard? ¿Me tomo un momento para platicar con la mesera, preguntarle de dónde viene o cómo se encuentra su familia? ¿Haré un esfuerzo real por extenderle un amable saludo, en español, a un sanmiguelense? ¿He genuinamente aceptado la propuesta de mi esposa mexicana para recibir a su familia en nuestro hogar esta Nochebuena, yendo en contra de mis perfeccionistas instintos gringos, ya que aún no me siento del todo asentado aquí? ¿Podré activamente escuchar los ecos del espíritu de Henry Craig Junior que ansía encontrar una conexión personal con cualquier persona que encuentra en el camino, y podré responder con dignidad?

Con las fiestas navideñas cerca, estoy agradecido y siento alegría por el sinfín de oportunidades que tengo para ofrecer un lugar en mi mesa siempre expandible. Y me pregunto… ¿quién se sentará en tu mesa?

Sal Guariano

Nacido en Brooklyn, Nueva York, ahora vive en el centro de San Miguel junto a su esposa mexicana. Sal siempre pone sobre la mesa un vasto juego de experiencias vivenciales. “¡SALudos de San Miguel!” es su forma de compartir la alegría de vivir en San Miguel a través de una lente de agradecimiento y pensamiento positivo. El primer libro de Sal, “SALutations”, fue publicado en 2018. Contacto: salguariano@gmail.com Traducción por Josemaría Moreno