Por Josemaría Moreno
El 18 de junio celebramos el Día Internacional para Contrarrestar el Discurso de Odio. La efeméride es de reciente creación, apenas se inauguró en 2022 por las Naciones Unidas. Sin lugar a dudas, la preocupación por este fenómeno destructivo se ha acentuado desde la aparición de las redes sociales y la comunicación en línea, pero no es un fenómeno nuevo. Sería pertinente recordar algunos ejemplos devastadores en cuanto a las consecuencias del discurso de odio:
- El Holocausto en Alemania y otros estados racistas en el que más de 6,000,000 de judíos y al menos medio millón de romaníes y sinti murieron, además de ocasionar atrocidades incontables contra personas con discapacidad, alemanes de ascendencia africana, personas LGBTQI+, polacos y prisioneros de guerra.
- El genocidio de 1994 en Rwanda que reclamó la vida de más de 1 millón de ciudadanos de la etnia tutsi en menos de tres meses y la violación de al menos 250,000 mujeres.
- El genocidio de Srebrenica en Bosnia-Herzegovina, en el que las fuerzas serbias asesinaron a 8,000 hombres y niños musulmanes de origen Bosnio en cuestión de días; una catástrofe que se enmarca en un conflicto mayor (1992-1995) que dejó más de 100,000 muertos.
- La crisis de refugiados rohinyá en Myanmar (2012-2017) que creó la crisis de refugiados más volátil en la historia, desplazando a más de 725,000 rohinyá que tuvieron que escapar a Bangladesh para salvar su vida, además de decenas de miles de casos de abuso sexual documentados ampliamente.
Como se puede ver, el discurso de odio tiene consecuencias reales y devastadoras. Y si bien es fácil, casi intuitivo, definir el discurso de odio –cualquier tipo de comunicación o comportamiento que ataca de manera discriminatoria y ofensiva a una persona o grupo con base en lo que son, es decir, señalando su religión, etnia, nacionalidad, raza, ascendencia, género, etc.–, desafortunadamente este tipo de retórica nociva no es del todo fácil de enmarcar en una postura legal dentro de un fundamento internacional. De hecho, el concepto en sí sigue siendo objeto de polémica constante, en especial por su relación con la libertad de expresión. Una de las libertades contenidas en la Declaración Universal de Derechos Humanos más reconocida e importante en la actualidad –que además, paradójicamente, es una de las armas más importantes que tenemos en contra del discurso de odio– es la libertad de expresarse sin ser molestado por las opiniones manifestadas. La cantaleta interminable de los defensores a ultranza de esta libertad es: la libertad de expresión no puede limitarse bajo ningún concepto, sin importar si tu discurso es aberrante, alienante, deshumanizante, incluso si tu discurso incita al odio, la segregación o el genocidio.
La paradoja es notable, pero podemos hacer algunas precisiones que esclarezcan la problemática. Uno de los legados de la ilustración y luego del romanticismo es que el yo no posee una definición esencial que preexista al desarrollo del ser humano; es decir, el yo es una construcción: ya no pienso, luego existo, sino que hago, luego soy. De igual manera, el conjunto de individualidades, la sociedad en general, no es alguna especie de esencia inmutable que se pueda definir de manera aislada a los hechos concretos de naturaleza ética que practica dicha sociedad. A finales del siglo XIX el anarquista y biólogo Kropotkin –hijo renegado de la ilustración– creía que la justicia, los derechos y la libertad no eran manifestación de una esencia humana preexistente, antes bien, estas conquistas legales fundamentales son el resultado de una lucha continua que la especie humana ha tenido que librar para intentar fundamentar una forma de sociabilidad que sustente la vida y su desarrollo. El frágil equilibrio social en el que nos encontramos actualmente –siempre perfectible– tiene que ser defendido a rajatabla pues en cualquier momento puede deslizarse hacia la barbarie y la enajenación –como lo muestra la lista de atrocidades resumidas al principio de este texto.
La libertad de expresión, siguiendo a Kropotkin, no es un fundamento social que se tenga que proteger, es más bien una consecuencia que se tiene que justificar si deseamos vivir en un mundo amable, abierto e inclusivo –un mundo que no habitamos actualmente ni jamás lo hemos habitado: pero la promesa utópica de algún día alcanzar esta tierra prometida basta para continuar nuestros esfuerzos como colectivo y como especie en decadencia para tratar de proteger a los menos privilegiados, a las minorías, a los perseguidos y refugiados, a todo el que corra el riesgo de ser señalado y ultrajado por el simple hecho de existir, de ser lo que se es. El odio, en cualquier forma que se presente, jamás será un valor.