Por Carolina de la Cajiga
Haciendo felices a infinidad de niños, Dora sacó adelante a sus cuatro hijos
“No es fácil, pero si se quiere, se puede. ¡Hay que echarle ganancia!,” con énfasis, exclama Dora Alicia López.
Sin un quinto en la bolsa, a los 13, Dora se fue con su pareja a Aguascalientes. Era septiembre, allí conocieron a alguien que les dio la oportunidad de vender banderas. Consiguieron un cuartito y lograron sacar lo suficiente para comer, pagar sus gastos, y hasta ahorrar un dinerito. Al poco tiempo, volvieron a San Miguel y comenzaron a vender globos, burbujas de jabón, y juguetitos. Así empezó su aventura juntos. Hoy, 20 años y cuatro hijos después, siguen dándole duro.
Desde el principio, el changarrín de Dora ha estado en la Plaza Cívica. Es el primero frente al portón de la Iglesia de la Salud, del lado de la fuente. Allí encuentras a Dora inflando globos y armando juguetes. Sus clientes son papás de niños de dos a 10 años. Los mejores días de venta son de viernes a domingo. Su pareja tiene su puesto en ferias y festivales en los alrededores de San Miguel. De esta manera dividen los riesgos. A veces a uno le va mejor que al otro. Y ahí la llevan.
Mil pesos al mes son los gastos fijos de Dora para vender en la calle. Sin permiso del ayuntamiento, que cuesta trescientos pesos, no se puede. A esto, hay que añadir setecientos pesos de renta de un pequeño espacio en una bodega cercana al mercado Ignacio Ramírez, en el centro. Allí guarda sus tiliches: un ingenioso armazón de alambre con ruedas que se convierte en exhibidor donde cuelga sus productos, y además es el soporte de su sombrilla. Por suerte, hay una banca cercana que Dora aprovecha para descansar. En el mercado puede comprar comida y usar los baños públicos. Lo que vende va de veinticinco a cien pesos. Verdaderamente, hay que echarle ganancia para salir adelante.
Cada mes, Dora y su pareja van a la Ciudad de México o a Celaya a reponer la mercancía. El viaje a México inicia en el autobús que sale a la media noche. Llegan temprano al día siguiente y se van a surtir en diferentes comercios. A las seis de la tarde regresan a la estación acarreando lo que compraron durante el día. Vuelven a San Miguel a las 10pm y se van a su casa como Santa Claus cargando el morral. A la mañana siguiente, separan las compras y cada uno se va a su puesto.
Al principio, le daba mucha pena vender, pero poco a poco se fue acostumbrando. No había de otra. Ahora es un hacha en el arte de la venta. Desde chiquitos, se llevaba a sus hijos al trabajo y así ellos aprendieron a vender sin siquiera saberlo. Nunca los dejó al cuidado de otros. Cuando empezaron la escuela, salían todos de su casa a la plaza a montar el puesto. Como tenían el turno de la tarde, comían juntos. Alguna vendedora vecina cuidaba su puesto mientras Dora los llevaba caminando a la escuela.
“Es muy importante estar arreglada, tener el puesto bien presentado, y ser amable con los clientes, si no, se van a otro lado. Se necesita variedad, y todo debe estar en buen estado. Nadie compra cosas maltratadas o sucias.” Después de un suspiro, continúa Dora, “Me gustaría tener un local para no estar a la intemperie sufriendo los calores, los fríos, las lluvias, y los vientos. Varias veces se ha echado a perder la mercancía si llega la lluvia o el viento y no alcanzo a recogerla. Una vez, hasta la sombrilla se rompió. Es muy triste, y me da mucho coraje cuando pasa eso. Apenas salimos cada mes, y tener que reponer lo perdido es muy doloroso. Pero si hago feliz a algún niño con uno de mis globos o juguetes, me contento y allí sigo. Si veo alguna niña o niño que de plano no tienen ni sal para un aguacate, les regalo un juguetito y se van felices”, dice orgullosa.
“Voy y vengo en autobús. Tardo media hora. Si estoy retrasada, no me queda más que tomar taxi.” Dora levanta las cejas en señal de culpabilidad. “Al regresar a mi casa en la nochecita, antes tenía que hacer todo: preparar la comida, lavar los trastes y la ropa, y lo que hubiera que hacer. Ahora mis hijas ayudan.”
Su hija mayor está casada y tiene un niño de tres años; trabaja en las ferias con su papá. Dora se lleva al nieto como hacía con sus hijos cuando eran pequeños. Su segundo hijo, a los 15, se fue a Texas en busca de trabajo. El otro también dejó la escuela; tiene su propio puesto de globos de luces LED. La menor está en la prepa y planea entrar a la escuela militar.
Dora recuerda sus días más felices cuando era chica. Ella y sus cuatro hermanos iban juntos a la escuela chacoteando por el camino. Ahora la diversión de la familia es, cada quince días, ir a algún balneario de los alrededores.
En la pandemia le fue como en feria. El ayuntamiento cerró la Plaza Cívica y, de un día al otro, se quedó sin ingresos. No había ni alma en la calle, ¿quién iba a comprar globos? Entonces, toda la familia se puso a hacer tapabocas que vendían recorriendo las calles. Cuando el ayuntamiento nuevamente permitió puestos callejeros, la colocó en la esquina de Mesones y Colegio; la venta seguía muy baja. Casi un año después, volvieron a abrir la plaza y Dora regresó a su sitio; sin embargo, era un milagro ver compradores. “No sé cómo sobreviví, pero aquí sigo”, dice Dora, entre resignada y ufana. “Enveces te puede ir bien y enveces no. A lo mejor, si hubiera seguido estudiando sería más fácil conseguir un buen trabajo, pero como sólo terminé hasta segundo, no me queda más que seguir con mi maravilloso negocio”, declara Dora con una pícara sonrisa.
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