Mente sana en cuerpo sano

El Unicornio Prieto

Es un ser que, por creerlo mitológico, pasa desapercibido. Desde su anonimato observa a todos los que vivimos en San Miguel de Allende, y me cuenta sus historias para escribirlas aquí.

Por Fernando Helguera

El Unicornio Prieto estaba en la parada de autobuses, afuera de El Escarabajo, cuando comenzaron a llegar muchos ciclistas. Era un nutrido grupo que se preparaba para una “rodada” de tarde. Eran las 6 pm cuando decidió subirse a una de las bicis, justo en el momento que arrancaron para pasar un rato divertido.

El inicio fue relajado, llegaron a la antigua estación de tren para continuar por la terracería al lado de las vías. Sentía el aire gratificante en el rostro. Ambiente familiar, los ánimos en alto, y así seguirían hasta llegar a Casa de Aves, desde donde regresarían a casa habiendo recorrido aproximadamente 20 kilómetros.

Cuando iniciaron el retorno, el sol ya estaba desapareciendo tras la montaña con colores alucinantes. Uno de los guías se encaminó a Cruz del Palmar, hasta la capilla de la cima, dejando que los otros dos guías se siguieran derecho a San Miguel. Como se habían adelantado nadie los siguió y ahí empezó la historia verdadera.

Para varios la subida fue cansada y, al llegar, encontraron vistas de noche cerrada. Un par de señoras, ya nerviosas, exigieron regresar al pueblo inmediatamente pues la oscuridad daba miedo. Insistieron durante diez minutos hasta que el guía tomó camino hacia abajo, llevando al grupo a una brecha que, según esto, rodearía el pueblo y sería un atajo para llegar a San Miguel.

La brecha tenía bastantes zanjas y, debido al cansancio que golpeaba a algunos de los ciclistas, dos que tres cayeron. El camino sólo era visible para quienes tuvieran lámparas adecuadas. Llegaron a un puente colgante y hubo que cargar las bicis para subir la escalera y cruzarlo sobre el río. Bajando se adentraron a unos sembradíos donde el camino se hizo angosto y los obligó a cruzar un lodazal. Varios más cayeron.

Se encontraron nuevamente con el río, pero ahora había que cruzarlo sin puente y sólo los más experimentados lo lograron sobre la bici. La mayoría tuvo que empaparse los pies con agua helada. Nadie notó en ese momento que cinco del grupo no pudieron cruzar y se quedaron en la otra orilla, pues con el afán de regresar, ninguno volteó atrás.

Llegaron a una división de la brecha donde el guía dijo “Estamos perdidos”. Estaban ya cansados así que los ánimos se caldearon. Los pies fríos, el lodo, el polvo, la oscuridad, el hambre y la incertidumbre eran la combinación perfecta para una historia de terror. Alguno llamó a su amiga, que suponía desaparecida en el caudal del río: “Maaaarthaaaaaa, nooooooooo”. Una chica que iba para relajarse por sus problemas nerviosos, y moría de pavor por las arañas, casi estrangula a un señor que le dijo que ahí había de las que mataban en no más de un minuto.

Los más hambrientos ya elegían a los compañeros que iban a carnear primero, mientras los más prácticos planeaban cómo hacer un campamento. “¡Ya dejen de gritarme!”, apareció Martha acompañada de una camioneta que les indicaría una desviación para llegar al camino que los sacaría de ahí. Ya en dicho camino el grupo se fue llenando los ojos de polvo y se dio cuenta de que aún era largo el recorrido; todo en oscuridad. A ratos ya no eran un grupo sino ciclistas en parejas o aislados, que luchaban por no perder el curso o caer en un nuevo hoyo de oscuridad.

El Unicornio vio que su chofer llegaba a la orilla de la carretera donde el grupo ya estaba reunido de nuevo. Algunos con esperanza en la mirada, aunque famélicos y exhaustos, estaban en el puente de La Cieneguita, pero Don Ciro estaba cerrado. Fueron por la carretera un par de kilómetros más, en los que los camiones y autos los rebasaban de cerquita haciendo sonar la bocina, como suelen hacer los pilotos de acá, que por prisas son capaces de matar. Al parecer era el último tramo, ¡pero no!

El guía se metió por una nueva brecha donde se encontraron con una subida de tierra. Algunos quisieron llorar pero el polvo reseco desaparecía sus lágrimas. Otros cayeron en la nueva zanja. Cuando parecía que nunca podrían regresar, llegaron de nuevo a la estación antigua de trenes.

Se hizo el recuento; los rezagados en el río ya iban de regreso y directo a casa, los dos guías originales ya descansaban hacía un par de horas. El resto, maltrecho, regresaría a sus casas, cada uno por su rumbo. Habían pasado casi cinco horas y 40 km cuando el Unicornio Prieto descendió del manubrio de la bici. Se alejó del grupo escuchando cómo, entre risas, se ponían de acuerdo para la siguiente rodada.